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Tribuna
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En casa de Belisanda

Debí haberle dicho la verdad a aquel niño: que no tengo mil años, pero sí ochocientos; que vivo plenamente el paso del tiempo, tengo un móvil y estoy en Facebook, pero que también soy testigo de un tiempo muy antiguo

Lidia Jorge 13 agosto
SR. GARCÍA
Lídia Jorge

El Cerebro es más vasto que el Cielo (Emily Dickinson).

Uno. Siempre me ha dado miedo no estar a la altura al hablar con los niños. Aun así, acepté participar en un encuentro organizado en un centro comunitario donde me encontré con más de veinte chiquillos, sentados en círculo, muy silenciosos, muy circunspectos, vigilados por las miradas de sus maestras de educación infantil. La conversación discurría con normalidad, estábamos discutiendo sobre el discutible comportamiento de Peter Rabbit, cuando noté que uno de ellos, un niño pequeño, se había levantado de su silla y me miraba fijamente. Cruzó el círculo y clavó sus ojos en los míos. Después me preguntó: “¿Cuántos años tienes?”. Preparada para cualquier cosa, repliqué: “¿Cuántos crees tú que tengo?”. Respuesta inmediata: “Creo que tienes mil”. Le respondí: “No tantos, pero tengo muchos más que tú”. El pequeño quiso que precisara: “¿Tienes cien?”. Le respondí: “No tantos, pero casi. Y tú, ¿cuántos tienes?”. El niño respondió: “Tengo cinco, pero voy a cumplir seis y ayer se me cayó un diente”.

Mientras tanto, ya se habían revuelto todos en sus sillas y habían empezado a enseñarse unos a otros los dientes que les faltaban. Algunos tenían ya dos incisivos nuevos, tan evidentes que brillaban como hostias, y otros, más desafortunados, aún tenían los dientes de leche intactos. A partir de ese momento, no hubo manera de volver atrás. Luego vinieron el alboroto final y los aplausos. Mucha celebración, gran alegría. Pero yo no había quedado contenta conmigo misma. Debí haber dicho la verdad, debí haber contestado que no tenía mil años, pero ochocientos años por lo menos sí.

Dos. Debí haber tratado de encontrar las palabras adecuadas para explicar que vivo plenamente el paso del tiempo, que llevo mi móvil en el bolsillo como si fuera otro auténtico cerebro mío, y que también vivo con el recelo por los efectos de la inteligencia artificial metido mi corazón, como todo el mundo. Que mi vida, aunque yo no la divulgue, aparece en Facebook, y que también he subido a un tren que se eleva sobre los rieles volando como un pájaro, y que hasta me encantaría viajar al espacio si fuera millonaria. Pero al mismo tiempo, también soy testigo de un tiempo muy antiguo.

Porque aquí, en estas mismas tierras, asomadas al mar, a mediados del siglo XX, viví una especie de Baja Edad Media, una época póstuma, cuando el pesado arado de hierro constituía todavía una conquista extraordinaria que superaba al ligero arado de madera. Las lentes de cristal que permitían usar gafas, y que solo unos pocos tenían, eran un signo de excelencia. El molino de viento seguía siendo un prodigio de la ingeniería mecánica en lo alto de la colina, y el reloj de pared era una maravilla cantarina que ennoblecía la casa del granjero. Y había también campesinos pobres, que no tenían nada y que trabajaban de sol a sol, colgados de los árboles, como en las imágenes del Códice iluminado de Lorvão. Como es natural, a los niños del centro comunitario no les cabría en la cabeza que yo hubiera sido testigo de una época así, más propia del siglo XII, y que por eso tengo ochocientos años.

Tres. Está claro que no habría podido explicarles esa visión de la edad. Para los niños, la edad no deja de ser una abstracción. Pero para la mujer que los visitó esa tarde a la hora del almuerzo, la edad es un ser concreto que se revela a través de objetos concretos. ¿Cómo explicar que he visto caer grandes rocas que servían de faro en el mar por el efecto continuo de las olas y que he asistido a los cambios de forma de la costa? A lo largo de las décadas he presenciado el paso de la vegetación útil a la vegetación ornamental, el surgimiento de ciudades turísticas con su inconfundible silueta, justo donde antes solo había casas de pescadores tiznados por el sol. En ese momento, hace ochocientos años, a mediados del siglo XX, nadie quería juntarse con el pescador.

En el campo, vi pasar de mano en mano la choza del pastor hasta transformarse en una mansión con ventanas panorámicas, como gigantescas cabinas de avión. Vi la casa de techos bajos, de la que una mujer salía todas las mañanas gritando a causa de las palizas de su marido, y a la que nadie ayudaba, transformarse en una vivienda modelo para una revista de arquitectura donde se cena al aire libre a la luz de una vela perfumada y con copas de champán. La semana pasada, sin ir más lejos, en la inauguración de una villa de estilo romano, donde no faltan las estatuas, y la piscina borderline parece un lago que no desentonaría con el paisaje de la película Dune, entre los ochenta invitados, yo era la única que conocí a la antigua dueña. ¡Todos quedaron asombrados! En esa casa ruinosa de antes, ¿resulta que vivía alguien? Y me miraron como si fuera la representante de un fantasma. Sí, allí vivía una persona llamada Belisanda. Estupor general.

Cuatro. No, no era la Mélisande de Maerterlink a la que Débussy convirtió en un drama musical, no era más que una campesina de aspecto joven cuyo pañuelo de flores blancas no conseguía ocultar el volumen de su cabello. Era esbelta y cerraba los ojos cuando se despedía. Y donde ella encendía el fuego y tenía la cama, se levanta ahora un palacio real. Y las jóvenes casi desnudas que pisan la hierba donde antes crecían los cardos, brindan por el extraño nombre de Belisanda en inglés. Maravilloso tiempo inmóvil, cuando se observa la metamorfosis del tiempo. Allí donde Belisanda tenía su corral, se yergue un suntuoso bar. Junto al bar, los empresarios miran hacia la costa y expresan su preocupación por los vuelos chárter, esos traidores que, en lugar de traer extranjeros a las playas portuguesas, se llevan a los portugueses a localidades extranjeras.

Cinco. Así, por una noche, desaparecen la Política, la Sociología, la Historia y el fatídico eterno retorno. Sin síntesis ni análisis, solo queda la vida humana y su impulso de transformación, y el paisaje cambiante bajo los efectos del deseo. Pero este episodio no termina ahí. Es necesario volver a esa tarde en el centro comunitario. ¿Qué me dijo el chiquillo? Que yo tenía mil años. Buena idea, todavía me quedan doscientos. Pues entonces, durante ese tiempo futuro, espero que el globo terráqueo permanezca azul, que el mar se mantenga separado de la tierra, que los casquetes polares conserven la nieve, que al menos los más feroces contendientes se adormezcan en sus cuevas y que alguien les rasure la cabeza, y reine así la paz sobre la Tierra.

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