_
_
_
_
ELECCIONES 23-J
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Realismo ciudadano, 1; discurso hegemónico, 0

El PP ha confiado la campaña a los mensajes agresivos, alimentados por una corte mediática desquiciada, con los que triunfó el 28-M. La diferencia en las generales es que ha quemado puentes con todo el arco parlamentario

Elecciones Generales 23J
SR. GARCÍA

Desde que, el 29 de mayo, el presidente Pedro Sánchez anunció la cita electoral del 23 de julio, la esfera discursiva pública evolucionó hacia una espiral informativa que daba por hecho el cambio de Gobierno. Que esta previsión haya sido desmentida por los votos evidencia una brecha considerable entre el discurso público aparentemente mayoritario y la decisión ciudadana sobre el rumbo del país. Por supuesto, los factores que confluyen en el resultado electoral son múltiples, y el discurso es tan solo uno de ellos; atribuirle logros específicos en clave de (des)movilización o de persuasión es siempre tentativo, pues cada discurso político se filtra siempre por la biografía individual de quien lo escucha. No obstante, podemos describir los ingredientes más visibles de la esfera pública en el periodo electoral.

El discurso dominante ha sido, indudablemente, el que preveía un triunfo holgado del PP y su pacto de gobierno con la ultraderecha. En ese mensaje ha predominado una expresividad negativa, crispada, a la que el discurso del bloque progresista ha respondido con más habilidad y creatividad que otras veces, dando la vuelta al insulto y generando argumentos en positivo. Además, cabe pensar que esa opinión generalizada ignoraba dos cosas: que los pactos de gobierno surgidos en mayo (y sus decisiones) podían servir de polígrafo para las afirmaciones de Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal respecto al 23-J, y, sobre todo, que las elecciones generales tienen una aritmética parlamentaria diferente a las autonómicas.

Aun así, con el encuadre general de triunfo del PP, la campaña de julio ha estirado al máximo los marcos discursivos hegemónicos del 28-M: temas como el terrorismo etarra, el uso del avión presidencial o la okupación. Los partidos conservadores han unido sus voces en una cadena de acusaciones que criminalizaba la fecha elegida (”unas elecciones puestas como para no ir”, tuiteaba un líder popular), el funcionamiento del voto por correo (”pido a los carteros, con independencia de sus jefes, que repartan todo el voto”, decía Feijóo), o incluso la avería del AVE Valencia-Madrid el mismo 23-J. Junto a esta interpretación interesada de la realidad, los bulos y mentiras han invadido el discurso de la campaña conservadora, que no se desplegaba en defensa de un programa electoral propio, sino contra el Gobierno de coalición. Tampoco han faltado las falacias, como la de invocar una y otra vez el triunfo de la lista más votada en un sistema representativo.

Este discurso, tan poco político, tan deudor de las hipertrofias personalistas y frívolas fraguadas en la era del espectáculo televisivo, se convierte en dominante al ser amplificado por una voz mediática paralela que, desde radios, televisiones y textos de opinión, asume su difusión magnificada y acrítica. Los temas fetiche se han repetido machaconamente como verdaderas glosomanías, con mensajes moralistas que evitaban hablar de iniciativas políticas y enmascaraban las evidentes limitaciones mostradas por el supuesto ganador en su desempeño comunicativo. Esta labor ha sido constante por parte de los medios alineados con la derecha desde la moción de censura de 2018 y ha ganado intensidad en la campaña del 23-J, hasta el punto de que un hito de la misma fue la aparición de una periodista de la televisión pública Silvia Intxaurrondo ejerciendo con profesionalidad su función de control. Su entrevista marcó el ritmo de la campaña precisamente porque la voz predominante en la esfera pública es la de ciertos medios cuyo alineamiento político (desplegado como verdadero activismo) eclipsa la voz del periodismo profesional, que realiza su trabajo sin histrionismos. También es significativo que estos medios generadores de opinión conservadora estén mayoritariamente asentados en Madrid, con una mirada que tiende a ignorar la pluralidad del país y solo se vuelve a las periferias en busca de votos.

Aparte del tono colérico, este discurso propagandístico destaca por su vacuidad conceptual. ¿Qué significa “sanchismo”, por ejemplo? ¿Qué argumento podrían dar esos jóvenes grabados en la discoteca de Xàbia para justificar sus insultos al presidente? ¿Qué saben sobre el terrorista García Gaztelu, alias Txapote, todos los que han repetido hasta la saciedad el lema que lleva su nombre? En realidad, todos estos elementos funcionan como interjecciones. Son gritos de guerra cuya única función comunicativa es transmitir un estado emocional negativo; solo hay ofensas, descalificaciones y desprecios porque la ira y rabia fagocitan cualquier racionalidad. La falta de contenido argumentativo subyacente se da también en las voces que fomentan esos mensajes desde los medios. Así, el día posterior a las elecciones, uno de los locutores radiofónicos más alineados con estas posiciones llamaba con toda naturalidad “psicópata” al presidente del Gobierno. Y un firmante habitual de columnas de opinión rebosantes de bilis manifestaba —no fue el único— su asombro por el hecho de que la realidad electoral no se ajustara a la prescrita desde sus textos. También Mariano Rajoy, en la primera entrevista tras su elección de 2011, afirmó con estupor que quien le había impedido cumplir su programa electoral había sido la realidad. Tozuda, como sabemos.

Todos estos prescriptores de opinión parecen ser presas del pensamiento mágico que, según Michel Wieviorka, caracteriza los populismos; el mismo que, por cierto, lleva a ciertos líderes progresistas a defender que ser hombre o mujer es una cuestión de elección individual y subjetiva, posición que también ha tenido impacto electoral. En ambos casos se está pretendiendo que el lenguaje cree la realidad, pero esto, lo sabemos, solo ocurre en los conjuros y sortilegios. La misma aspiración —aunque revestida de un cientifismo mitificado, que pronuncia demoscopia con mayúscula—, corresponde al uso de las encuestas electorales, tratadas por políticos y medios como verdaderos oráculos proféticos. “El PP obtendría mayoría absoluta con Vox y sumarían 181 escaños, según la encuesta de Gad3″, titulaba un medio conservador al cierre de las votaciones. Lo cierto es que la función informativa de las encuestas se pierde desde el momento en que muchas se publican sin ficha de datos, pues su difusión tiene más voluntad prescriptiva (performativa) que descriptiva; del mismo modo que los falsos medios sirven básicamente para proporcionar falsas noticias que luego se publican en redes y mensajería instantánea, se difunden encuestas para preidentificar un ganador.

No ha funcionado. Se diría que, con su voto, las y los españoles han desafiado a la “democracia de los crédulos” descrita por Gérald Bonner, y han preferido ignorar ese discurso mayoritario que aseguraba un Gobierno formado por el PP y Vox. En este sentido, las votaciones las ha perdido el discurso bronco y desquiciado que el bloque conservador ha cultivado durante toda la legislatura, el que sigue el manual propagandístico de los populismos, los eslóganes construidos sobre la crueldad o los editoriales sustentados en el insulto personalista; un discurso muy similar, con matices, al que fracasó antes en las opciones de izquierda. A la hora de los pactos, lo más relevante de estas dinámicas es, probablemente, que, al confiar su éxito electoral a este tipo de mensaje que desacredita las instituciones, Feijóo y su equipo han despreciado la importancia del discurso como elemento clave del sentido de Estado. Su discurso ultra lo ha llevado a quemar puentes con casi todo el arco parlamentario, un lujo que, en democracia, ningún ganador de elecciones, ni siquiera con mayorías absolutas, debería permitirse.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_