Rubén Blades o el son de altura
Fue fácil habituarse a esperar, al final de la tarde, un combo de metales que, sin salirse del repertorio del maestro Blades, en cada ocasión incorporaba un tema tal vez ya no muy frecuentado pero sin duda atesorable
Durante el confinamiento que impuso la pandemia, y debido al cierre de los lugares de diversión, muchísimos músicos de Bogotá tomaron las calles y parques de las urbanizaciones residenciales. Por largo tiempo les tocó hacerse mendicantes. El gremio en masa salió a hacer música como siempre se ha hecho: con el sombrero puesto de revés sobre un tapete.
En ocasiones, el programa musical de mi cantón llegó a comenzar a las ocho de la mañana y se prolongaba hasta la caída la noche. La penuria puso en aprietos por igual a los vallenateros del barrio Modelia y a los estudiantes de música de cámara de la Universidad Nacional.
Cada género tuvo sus minutos de oro, incluso el joropo que reparte su folklore entre Colombia y Venezuela. Y hubo, por supuesto, majaderos de karaoke, insufribles remedos de Shakira y Whitney Houston. No sé de dónde nos llegó un trío de cantantes líricos –mezzo, tenor y barítono—, todos ellos en sus treinta, que brindaron cada viernes, durante varias semanas, un programa de grandes clásicos tarareables de la ópera italiana, de Bellini a Puccini.
Colonizaron con su equipo de audio la esquina suroriental del parquecito municipal de la Bella Suiza y sonaban soberbiamente bien. Cosecharon no solo donaciones en efectivo sino platitos de torta, pastelitos de pollo, pandebonos, almojábanas, vasitos de whisky y vino espumante.
Dieron paso a un muy joven combo de metales—trompeta y trombón de vara, guitarra y percusión—cuyo repertorio era casi exclusivamente Rubén Blades, con solo alguna “disidencia” clasicista en honor al boricua Rafael Cortijo, ídolo en Cali. El sonero y director musical de aquellos millenials resultó ser el tenor del trío lírico.
Fue fácil habituarse a esperarlos al final de la tarde—tocaban una elegante fanfarria de ocho compases, a modo de saludo y despedida—porque, sin salirse del repertorio del maestro Blades, en cada ocasión incorporaban un tema tal vez ya no muy frecuentado pero sin duda atesorable. Es el caso de Como tú, el cadencioso bolero-son que en una de aquellas tardecitas de encierro se me convirtió en lo que los alemanes llaman Ohrwurm: el terco gusanillo melódico que, entrando por el oído medio aloja una frase musical en el lóbulo temporal, discoteca del cerebro humano. El Ohrwurm puede acompañarnos todo un día con su contenta llama. Así me pasó entonces con Como tú.
La prensa y las redes sociales han recogido que el maestro Blades ya pisó los 75 y esto que leéis es mi modesta manera de unirme al júbilo hemisférico con que celebramos al trovador—esa palabra, puesta aquí, no es excesiva ni zalamera—que ha acompañado a mi generación de un siglo a otro y aún sigue inspirando a legiones de latinoamericanos nacidos a este lado de Spotify y de su insumergible Canto Abacuá.
Hace pocas semanas, el Instituto Cervantes español auspició una nueva edición de su exitoso Festival Benengeli que dedica, cada año creo, una semana internacional a la literatura en nuestra lengua. El maestro Blades participó allí en un coloquio que pude ver, y aún puede ver usted, en las estupendas plataformas supercalifragilísticas del Instituto.
Una distendida, frondosa, regocijante charla entablaron con Blades el brillante filósofo, basquetbolista y narrador antioqueño, Gilmer Mesa, y un obstetra panameño que, según nos dice gente “muy averiguada”, cultiva con maestría la novela negra, el doctor Osvaldo Reyes.
El mundo de las ideas y las palabras es tan ancho, vivo e inabarcable que no dudo de la existencia de una disertación que dé cuenta minuciosa del feliz comercio entre el Blades lector y los clásicos de la lengua. Me dicta esta idea el recuerdo de una sesión del taller de poesía que el poeta venezolano Eleazar León dictaba en Caracas, a principos de este siglo, en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos.
León comparaba dos violentos, uno, histórico, del siglo XVII andaluz, protagonista del Romance trágico del guapo Francisco Estevan, natural de Lucena, Reino de Córdoba, aparecido en Valencia, en 1835 y cuyo autor se firmó siempre Hija de Agustín Laborda.
El otro vivió en el siglo XIX, fue originalmente colombiano y transmutado por el paso del siglo y del fervor popular en protohéroe panameño: Victoriano Lorenzo, trasunto del prodigioso, escapadizo, valiente atemorizador de los ocupantes españoles, Cipriano Armenteros, concebido por Blades.
Al referirse a la obra de Blades, el poeta León prefirió siempre llamarlo con unción Romance de Cipriano Armenteros; así lo llamo yo también porque sucede que el panameño es un clásico viviente, alguien capaz de componer un peán al Dionisos rumbero, irresistiblemente encantatorio e inagotable como su Banbanquere o una letrilla satírica digna del gongorino Milagros del mundo son.
Hablo de su guaracha Las esquinas, cuyo gusanillo reza :”… las esquinas son iguales en todos laos (bis), en Panamá o en Borínquen sirven para estar paraos”. Y así podría seguir y seguir durante varios miles de caracteres sin espacio. En este momento escucho West Indian Man, un hermoso homenaje a una rama de sus ancestros.
75 años latinoamericanos vividos todos en la estela de Orfeo. ¡Feliz cumpleaños, maestro!
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