La España feroz
Nada en esta campaña de 2023 se ha apartado de lo que sucedió hace exactamente tres décadas, cuando el Partido Popular y su flamante líder acusaban a Felipe González de tirano y denunciaban, entonces también, pucherazos inexistentes
A pocos días de que los ciudadanos acudamos a las urnas no existe espacio alguno para la duda: el Partido Popular no ha desarrollado desde el pasado 7 de julio una campaña electoral, sino que ha perpetrado el acto final de uno de los más descarnados linchamientos políticos contra un presidente de Gobierno desde la aprobación de la Constitución en 1978, quizá sólo comparable al que padeció Felipe González. Se dirá, no sin razón, que Adolfo Suárez fue objeto de un linchamiento semejante, cuando, acosado por descalificaciones e insultos, trataba de dejar atrás la dictadura y dar forma a un sistema democrático en medio de amenazas de bancarrota económica, golpes militares y asesinatos terroristas. Muchas de las acusaciones que el Partido Socialista lanzó entonces contra él, ni eran justas, ni debieron ser nunca pronunciadas, y los homenajes y reconocimientos tributados a Adolfo Suárez tras su muerte han venido a recordarlo y a poner las cosas en su lugar.
Se da la paradoja, sin embargo, de que el dirigente socialista que más se significó en aquel linchamiento contra Adolfo Suárez vuelve a participar, ahora coincidiendo con el Partido Popular, en el nuevo linchamiento contra un presidente de Gobierno, que, para mayor ironía, pertenece a su mismo partido. ¿Son estos los socialistas cuyo sentido de Estado dice echar de menos el Partido Popular, precisamente este Partido Popular, que, ahora que para viajar al centro no tendría necesidad de contentar a la extrema derecha que cobijaba en su interior, resulta que lo que no tiene son reparos para pactar con ella la formación de Ejecutivos y órganos parlamentarios autonómicos? ¿O lo que sucede es, por el contrario, que al Partido Popular le viene bien la posición de algunos dirigentes de un Partido Socialista que siempre ha combatido con una inquina desproporcionada, como bien demuestran todas y cada una de las campañas electorales tras su refundación a partir de la Alianza Popular de Manuel Fraga? Nada en esta campaña de 2023 se ha apartado de lo que sucedió hace exactamente tres décadas, cuando el Partido Popular y su flamante líder acusaban a Felipe González de tirano y denunciaban, entonces también, pucherazos inexistentes. La ferocidad de los ataques alcanzó tal intensidad que cuesta trabajo entender cómo Felipe González ha guardado estos días un silencio indescifrable en lugar de dirigir al Partido Popular dos palabras con la autoridad que le concede haber sido víctima de un linchamiento semejante, acusándole, incluso, de haber ordenado crímenes de Estado. Exactamente eso es lo que muchos ciudadanos esperábamos de Felipe González en estas circunstancias, dos palabras. No para respaldar al candidato socialista ni su acción de Gobierno o su programa electoral, sino para preservar el sistema que tanto le debe de una crispación que lo está deteriorando y que amenaza con arruinarlo. Dos palabras, solo dos palabras habrían bastado: así, no. Señores del Partido Popular, así, no. Otra vez, no.
Para el Partido Popular, Pedro Sánchez no ha sido un adversario político durante los cinco años que lleva al frente del Gobierno. Pero no porque haya sido un enemigo, según la habitual cita de Carl Schmitt siempre sacada de contexto, sino porque lo que el Partido Popular ha pretendido hacer de él es algo infinitamente más devastador para la convivencia entre españoles: un chivo expiatorio. Un chivo expiatorio contra el que cualquier recurso puede y debe ser empleado, ensañándose con su persona ya que con el balance político, económico y social de su gestión no existen verdaderas razones para hacerlo. Ninguno de los indicadores relevantes para describir la situación del país, absolutamente ninguno, justifica que, de haber un cambio de mayoría, que sería legítimo, tenga que producirse en los términos de la lucha escatológica entre Bien y Mal, entre España y anti-España, en la que la viene planteando el Partido Popular durante el tiempo que ha permanecido en la oposición. Para que sus dirigentes lleguen a guardar silencio ante un grito como “Que te vote Txapote”, y más aún, para que rindan homenaje a una víctima señalada del terrorismo coincidiendo con la generalización entre los suyos de ese grito ignominioso, según hicieron recientemente en Ermua, han tenido que dejarse arrastrar por una desmedida ambición de alcanzar el poder a cualquier precio, que disimulan, no obstante, acusando de ella a los demás. O eso, o un irrefrenable deseo de desquite por la moción de censura contra Mariano Rajoy, tras la que no tardaron un solo día en acusar al nuevo Gobierno de ilegítimo y a su presidente de felón, ocupa, embustero y ambicioso.
Un nuevo Gobierno que, como no podía ser de otra manera, se invistió respetando las reglas constitucionales y que si algo puso de manifiesto por el simple hecho de tomar posesión y de articular una mayoría alternativa en la que apoyarse, es que aquellas ideas acerca de que la oposición debía permitir la investidura del candidato del partido más votado, hoy otra vez preventivamente sobre la mesa, sólo auguraban Ejecutivos frágiles e inestabilidad política, como se pudo comprobar. Si la situación se volviera a repetir, ¿cuál debería ser entonces el paso siguiente en esa lógica, más allá de cargar con redoblada inquina para que se abstenga el Partido Socialista? ¿Abolir las mociones de censura contra los Gobiernos que hayan sido investidos con la abstención de la oposición o, por qué no, exigir que la oposición no desempeñe funciones constitucionales como controlar al Gobierno, votar en contra de sus leyes y decretos o, también, censurarlo cuando carece de una mayoría que lo sostenga? El problema último, el problema del que derivan todos los demás relacionados con la dificultad de conformar mayorías en un Parlamento fragmentado, reside en que el Partido Popular se propone pactar, llegado el caso, con la ultraderecha, cuando hasta ahora no ha dejado de cuestionar al Gobierno, incluida su legitimidad, por haberlo hecho con la ultraizquierda. Reconocer esta contradicción por parte del Partido Popular pondría de manifiesto algo que trata de esconder, y es que, sea lo ambicioso que sea Pedro Sánchez —un rasgo personal que importa más bien poco a la hora de decidir entre programas políticos—, Alberto Núñez Feijóo no le va a la zaga, puesto que en su misma tesitura no hará nada distinto de lo que le reprocha. Y claro que si pudiera prescindir de la ultraderecha en el Gobierno el Partido Popular prescindirá de ella, ¿o es que piensan que el Partido Socialista no habría hecho lo mismo con Podemos y otras fuerzas con las que ha tenido que buscar mayorías para gobernar?
Es demasiado conocida la reciente historia de España, y demasiado desgarradora, como para aceptar con indiferencia que gritos ignominiosos como “Que te vote Txapote” o dilemas ultramontanos como “Sánchez o España” coloquen a ningún ciudadano ante la tesitura de callar por miedo, esconder su opción política por miedo y mucho menos votar por miedo. Bajo el amparo de la Constitución de 1978, los ciudadanos votan por lo que creen y por la España que quieren sin ser por ello ni mejores ni peores españoles: ése es el más elemental derecho que estrategias como la que ha seguido el Partido Popular del “váyase, señor González”, de la traición a los muertos o, ahora, de “Sánchez o España”, nunca ha terminado de reconocer. Para él y sus dirigentes, la humillación del adversario es el único camino al poder y el estigma moral la amenaza contra quienes rechacen participar con su voto en el linchamiento de nadie, o sacrificar chivos expiatorios.
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