¿Qué se votará en diciembre?
Ni la oposición ha estado interesada en nada que no fuera “derogar el sanchismo” ni el Gobierno ha conseguido escapar de la ratonera de una política ultramontana, que rechaza cualquier visión del país y cualquier política diferentes de la castiza
La campaña para las elecciones municipales y autonómicas celebradas este domingo no ha representado una inflexión en el clima político que ha dominado la legislatura, sino una previsible e inalterable continuidad. En realidad, no podía ser de otra manera, porque los partidos de la oposición no han esperado la renovación de los Ayuntamientos y los legislativos autonómicos para acusar a sus adversarios de haber ocupado ilegítimamente el Gobierno, destruido las instituciones democráticas o conducido el país a una bancarrota económica y social que no avala ningún organismo europeo ni internacional. Al igual que ha sucedido durante estos cuatro años en el Congreso, la realidad que vive España no guarda relación con la descripción apocalíptica escuchada en mítines y actos de campaña, en los que ni las fortalezas del país, apoyadas en datos contrastados, ni tampoco sus problemas más urgentes, como la reforma de la Administración, incluida la electoral, han sido expuestos ante los ciudadanos. Ni la oposición ha estado interesada en otro asunto que no fuera “derogar el sanchismo” ni el Gobierno ha conseguido escapar de una ratonera que es siempre la misma desde 1993, consistente en dinamitar los consensos imprescindibles en cualquier sistema democrático de manera que se pueda acusar a los demás de haberlo hecho. Baste recordar lo que viene sucediendo con el Consejo General del Poder Judicial.
Desde la llegada al Gobierno del Partido Socialista y la necesidad de apoyarse para ello en un grupo como Podemos, de escaso sentido institucional y dispuesto a replicar a la oposición en sus mismos términos, el debate político, esto es, el debate acerca de las medidas para hacer de España un país mejor para todos sus ciudadanos, ha sido sustituido por una sucesión de proclamas ideológicas acerca del comunismo, el fascismo, la libertad o la nación. No sólo convocatoria tras convocatoria a las urnas, sino, incluso, debate parlamentario tras debate parlamentario, lo que se ha querido implícitamente reclamar de los ciudadanos en este clima irrespirable no es optar entre de una pluralidad de programas, sino acerca de la moralidad de los dirigentes que los proponen, y de ahí el creciente abismo ad hominen en el que se está precipitando la vida pública en España.
En este ambiente de polarización devastadora, nada tiene de extraño que el mandato constitucional de celebrar elecciones destinadas a renovar las instancias de poder central, autonómico y municipal haya sido sustituido por una sucesión de supuestos referendos, primero entre comunismo o libertad y ahora, se dice, entre Sánchez o España. Es exactamente lo que hacen los dirigentes del País Vasco y Cataluña cuando se proponen lo que ahora buscan también los partidos de oposición: fracturar radicalmente sus electorados valiéndose de unos procesos reglados y ordinarios, en los que ellos se arrogan, sin embargo, el derecho de asignarles el sentido. Las coincidencias de esta estrategia con las del independentismo vasco y catalán no es casual, sino que responde a la profunda raíz sectaria en la que en todos los casos se apoya la manipulación de convertir elecciones constitucionales en lo que no son. En Madrid, en este Madrid que, al parecer, es España dentro de España es cierto que no hay maketos ni charnegos. Pero no porque el poder exhiba una tolerancia propia del pensamiento liberal, que incluye a todos los ciudadanos, sino porque lo que hay, lo que se está construyendo a golpe de discursos feroces y falsos referendos, es un estigma diferente. La virulencia de las campañas ha llegado tan lejos en la descalificación de algunos líderes y candidatos que lo único que cabe preguntar, en efecto, es qué condición se reserva para los millones de ciudadanos que han optado por sus programas, hayan resultado mayoritarios o no en sus municipios y autonomías. Si los líderes y candidatos de algunos partidos son tiranos, embusteros, iliberales y corruptos, como sostiene la oposición, ¿votar por esos partidos convierte en lo mismo a los ciudadanos que lo hagan, colocándoles el sambenito de sanchistas que se coloca el de vascos o catalanes dudosos a quienes votan en esas comunidades a partidos no nacionalistas?
Esta estrategia de la oposición ha sido comparada con la del expresidente Donald Trump en Estados Unidos. Hablar de trumpismo en España es tanto como extender un barniz de actualidad a un fenómeno más rancio: se trata de la política ultramontana, esa política que rechaza cualquier visión del país y cualquier política diferentes de la castiza, dirigida a preservar las esencias de la nación. Eso es lo que la oposición ha conseguido imponer que votaran ayer los ciudadanos y eso es lo que, salvo que el presidente popular, Alberto Núñez Feijóo, se libere de la tutela ultramontana ejercida por otros líderes de su partido, se les exigirá votar en diciembre. O más aún, en las elecciones adelantadas que el Partido Popular, ebrio de victorias refrendarias, comenzará a reclamar desde hoy mismo.
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