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Tribuna
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Escupirles a las víctimas

Algunas reacciones en Colombia tras el ataque ruso a un restaurante ucranio en Kramatorsk no dejan de ser paradójicas viniendo de tantos ciudadanos de un país en medio de una guerra eterna

Los esquipos de rescate ucranios trabajan en el restaurante atacado por Rusia en Kramatorsk.
Los esquipos de rescate ucranios trabajan en el restaurante atacado por Rusia en Kramatorsk.National Police of Ukraine (Associated Press/LaPresse)
Melba Escobar

La noche del martes pasado, tres colombianos comían en Kramatorsk, Ucrania. La periodista Catalina Gómez, el escritor Héctor Abad y el gestor de paz Sergio Jaramillo, se encontraban con la escritora ucrania Victoria Melina cuando dos misiles rusos estallaron en el restaurante donde acababan de pagar la cuenta.

La foto del autor de El olvido que seremos con su ropa manchada de sangre apareció en numerosos medios a ambos lados del Atlántico. Como era de esperarse, lo sucedido generó múltiples expresiones de solidaridad.

Sin embargo, en Colombia también suscitó la ira de algunos comentaristas con miles de seguidores que consideraron el episodio como una “farsa”, un “grotesco espectáculo del narcisismo”, por parte de quienes “nada tenían que haber ido a hacer allá”. Apareció así uno de los más deplorables rasgos de nuestra personalidad: la de culpar a las víctimas y no a los victimarios.

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El penoso acontecimiento en donde fallecieron una docena de civiles, quedó pues reducido a la mirada cínica y amarga de algunos de quienes exhiben la estrechez del mundo intelectual de mi país. Incluso hubo quien utilizó el “eso les pasa por sapos”, una expresión muy nuestra que describe groseramente a quien se mete en lo que no le incumbe.

Al leer tantas opiniones cargadas de mala leche, no supe si el nudo en la garganta lo sentía más al pensar en esta absurda guerra, o en el veneno que se respira en la sociedad colombiana. Recordé con melancolía el almuerzo del pasado sábado en donde un grupo de compatriotas que vivimos en España terminamos hablando de cómo vemos a nuestra patria desde la distancia. Luego de un recuento de esos rasgos particulares que echamos de menos: la berraquera (otro término con múltiples significados que incluye ser valiente y audaz), el apasionamiento, el ánimo de lucha, el empuje, la resiliencia, el humor, seguimos con una lista apesadumbrada de las cosas que causa alivio dejar atrás.

Mencionamos, claro, la incapacidad para trabajar en equipo, para anteponer el interés común al de cada uno, en un país que ha brillado casi siempre por la excepcionalidad de sus individuos. García Márquez y tantos otros identificaron desde hace décadas un rasgo de mezquindad que en más de una ocasión hemos sentido como parte de la identidad nacional, si es que algo así existe.

Un amigo de otro lado, ahora residente en Colombia, hizo observaciones muy lúcidas en la reunión del sábado. Dijo, por ejemplo, que le impresionaba la naturalidad con que los colombianos invertimos la carga de la prueba. Todos le dimos la razón.

Hablamos sobre la cantidad de veces en las que alguien, tras narrar entre lágrimas un episodio donde lo robaron con un cuchillo, o fue amenazado con un revólver, la respuesta de sus allegados fue “en lugar de quejarse, más bien agradezca que no lo mataron”. Nos acabamos riendo para no llorar.

El residente extranjero en Colombia insistía en que somos una sociedad traumatizada, en donde solemos ocultar el sufrimiento o la desgracia por temor a ser penalizados por ella, o bien a que otros se aventajen de nuestra vulnerabilidad. Con varios vinos encima, viendo el atardecer en un pueblo de la Costa Brava, nos envolvió la melancolía.

A lo largo de la semana, he tenido esa conversación entre amigos entre pecho y espalda. Es evidente cómo nos duele a todos habernos ido. Y también lo es que para la mayoría volver no es una opción. Muchos no le vemos salida a una sociedad desigual y violenta, que se ahoga en la polarización y el rencor.

No me siento orgullosa de lo que digo. Pero cada vez más entiendo la importancia de sincerarnos. Como individuos, también como sociedades. Obviamente, es muy penoso lo que ocurrió. Doloroso el comunicado de la embajada rusa en Bogotá, con frases como “estamos felices de que para los colombianos levemente heridos aquel imprudente viaje no se haya convertido en una tragedia irreparable”. Pero más doloroso es que haya compatriotas que le dan validez a esos argumentos. El cinismo es cruel. La ironía es un escupitajo sobre las víctimas. Una vez más, la culpa, vuelve a ser de los muertos, no de quienes los asesinaron.

Como si fuera poco, quienes representan a Putin en Colombia advierten: “insistimos en que los representantes del amigo pueblo colombiano se abstengan de visitar territorios y lugares de acciones bélicas”. ¿Será posible? Es ridículo ponerlo por escrito en pleno 2023, más ridículo aún tener que justificar la presencia de periodistas, intelectuales y gestores de paz en un territorio en guerra con millones de víctimas. Duele pensar que para tanta gente el conflicto de cada país es solo asunto de la nación que lo sufre. No deja de ser paradójico viniendo de tantos ciudadanos de un país como Colombia, en medio de una guerra eterna. O acaso sea por eso que nos mostramos indolentes y cínicos ante el dolor ajeno y ante el interés que pueden sentir algunos por conocerlo y vivirlo en carne propia.

Lo más duro de todo este suceso para mí, es la evidente falta de solidaridad entre humanos. Sean de donde sean. Carguen los traumas que tengan. Todos hemos sido alguna vez víctimas. Pero podemos elegir no actuar como victimarios.

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