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Columna
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Angustia antisanchista

Esta descripción agónica del presente es una falacia trumpista, un delirio ideológico con un propósito político

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, antes de una rueda de prensa en la sede del PP en Madrid.
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, antes de una rueda de prensa en la sede del PP en Madrid.Javier Lizón (EFE)
Jordi Amat

“La política del engaño se ha afianzado”. Era el título del artículo sobre la relación tóxica entre demócratas y republicanos que Thomas B. Edsall publicó el miércoles en The New York Times. Reflexionaba sobre el comodín de la polarización, que sirve para esto y aquello, pero analizaba algo peor que está acelerando la degradación democrática en Estados Unidos: la aceptación de la mentira en la conversación pública. Ya no es que en ella se cuelen fake news. Es que votantes de uno u otro partido prefieren ignorar que lo son o les da igual que circulen y se impongan como certezas o, peor, lo que más encabrona es que su contrario evidencie que son falsedades. No, no y no. Antes de aceptar la verdad de los otros preferimos que los nuestros, y nuestros medios de comunicación, nos mientan ya que dejarnos engañar se considera hoy como un mal menor frente a lo que vemos enfrente y nos causa angustia existencial. “Proteger tu identidad se vuelve más importante que abrazar la verdad”, dijo uno de los académicos consultados por el periodista. “Un individuo cuyo partido pierde el día de las elecciones puede sentir que su identidad ha sufrido una derrota” sugiere Edsall.

Por suerte en España el nivel de la polarización afectiva está lejos del que padece el amigo americano, pero en el corazón de nuestra convivencia el discurso y la práctica del antisanchismo se han instalado como una emergencia salvadora, como la única respuesta patriótica ante una identidad nacional amenazada por la diabólica inmoralidad encarnada por el presidente del Gobierno. Visto desde el rincón del mundo que es Cataluña, donde los socialistas han sido estigmatizados por el independentismo como la salvaguarda más pérfida del maldito Régimen del 78, es fácil constatar que esta descripción agónica del presente es una falacia trumpista, una trola que te cagas, un delirio ideológico con un propósito político.

Lo que se pretende, convirtiendo pactos parlamentarios en pactos nefandos, más que discutir decisiones concretas, es trasladarnos primero el miedo y luego la rabia que genera la angustia nacional. Así no discutiremos sobre el objetivo principal del planteamiento destituyente de las elecciones del 23 de julio: la demolición de una agenda legislativa que, con aciertos (la reforma laboral) y errores (la catástrofe de la quiebra del feminismo), ha conformado una sólida respuesta socialdemócrata a las diversas crisis que se han sucedido durante esta legislatura y, por ahora, han evitado la recesión anunciada, y de la que hoy nadie habla ni se la espera en campaña.

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Al ser preguntado sobre qué es la derogación del sanchismo, el líder de la oposición fue claro: “Derogar todas aquellas leyes que están inspiradas por las minorías y que atentan contra las mayorías”. De la negociación del Gobierno de coalición con estas minorías han surgido mayorías parlamentarias estables en la sede de la soberanía nacional, traslación de la fragmentación territorial del país. Somos así. Mayorías exiguas, disonantes o desafinadas, con poco diálogo con la oposición, sin duda. Pero una mayoría legítima, más sólida y amplia que la del antisanchismo. Tras las elecciones del pasado domingo, esta segunda mayoría, la reactiva, se ha reforzado.

Si se consolida esa dinámica, usando algunas razones y demasiadas trolas, se habrá conseguido lo que un determinado poder sabe que es condición necesaria para reimponer su agenda de intereses: la negativa politización identitaria del macizo de la raza, para decirlo con el Dionisio Ridruejo que en Escrito en España explicó la deriva de la Segunda República. “Tempranamente —y en parte a través de los estímulos proporcionados por el adversario—, algunos “valores” como la seguridad y la unidad de la patria, el respeto a la moral tradicional y la fidelidad a la creencia religiosa, vinieron a ser usados como superestructura o escudo defensivo de la clase amenazada, y así sería como la clase media tradicional, supersticiosa de esos valores, llegaría a entrar en el juego tras aquellas oscilaciones que convirtieron la obra republicana —de dos en dos años— en el trabajo de Penélope”. Cuando esa mentalidad se instala, no hay verdad que valga.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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