Sobre la lista más votada
Frente a sus posibles méritos, este procedimiento condena al Gobierno elegido a recabar en cada asunto el favor de algún partido de la oposición, en un regateo permanente que le dé una mayoría circunstancial
Los resultados del 28 de mayo han exhumado de nuevo los argumentos favorables a introducir la fórmula de la lista más votada en nuestro sistema político-electoral. Como es sabido, este mecanismo institucional adjudicaría automáticamente la responsabilidad de gobernar a la candidatura que hubiera conseguido el mayor número de sufragios, aunque no contara con la mayoría absoluta de votos y por escasa que fuera la diferencia mantenida con respecto a las demás formaciones. ¿Hasta dónde llegan las ventajas de esta fórmula?
Para sus defensores, este mecanismo presenta considerables beneficios. Acabaría con la incertidumbre que se cierne sobre el escenario institucional cuando los resultados electorales no dan una mayoría absoluta a ninguna de las candidaturas. El automatismo de la fórmula impediría oscuros acuerdos poselectorales. Evitaría la sorpresa de algunos votantes cuando comprueban que los pactos de gobierno confieren el poder ejecutivo a una opción que no contaba con su voto. Pero su mayor mérito consistiría en eliminar la posibilidad de confiar el Gobierno a coaliciones de perdedores de dudosa cohesión interna, constituidas muchas veces a costa de marginar al partido más votado.
Sin embargo, frente a los posibles méritos de la propuesta se deja en la penumbra que un Gobierno fundado en la lista más votada está condenado a recabar en cada asunto el favor de algún partido de la oposición, en un regateo permanente que le dé una mayoría circunstancial. De no hacerlo, sus iniciativas no pueden prosperar. Es por ello un Gobierno en precario y no muy efectivo.
Por lo demás, conviene resaltar que con esta propuesta se da a nuestro sistema político un claro sesgo mayoritario, siguiendo la pauta de aquellos países donde la candidatura con mayor número de sufragios se hace normalmente con la exclusiva responsabilidad de gobierno sin tener en cuenta la distancia que le separa de otras fuerzas políticas.
En tales sistemas, las elecciones pretenden identificar claramente un ganador y un perdedor, aunque sea por una mínima diferencia de votos. El vencedor se lleva todo el poder: “Winner takes all”. La lógica de nuestro sistema electoral es otra, al incorporar el criterio de la proporcionalidad. No persigue determinar un vencedor y un vencido. Su objetivo es atribuir a cada opción política una representación relativamente ajustada al apoyo ciudadano recibido en las urnas y —con ella— una cierta cuota de influencia política.
Es cierto que esta pauta ha sido deformada desde los comienzos de nuestra moderna historia electoral por lo que hace a las elecciones al Congreso. La deformación proviene de una distribución desproporcionada de escaños entre distritos provinciales. Esta deriva desde lo proporcional hacia lo mayoritario se ha proyectado también sobre los escenarios municipal y autonómico.
Es una deriva estimulada por los dos grandes partidos estatales como principales beneficiarios del esquema. Se ha visto reforzada, por ejemplo, importando la figura de un líder de la oposición adjudicada al segundo partido, al otorgarle reconocimiento protocolario, relevancia mediática y apoyo a su tarea con recursos personales y materiales. Es una importación ajena a la lógica de los sistemas proporcionales porque acentúa simbólicamente la confrontación entre las dos primeras fuerzas del espectro partidista, excita su antagonismo y relega a los demás actores políticos.
Esta escenificación interesada que presenta el juego democrático como cosa de dos ha servido a la vez para demonizar a las coaliciones de gobierno, denunciadas como experimentos Frankenstein o alianzas de perdedores. Dicha acusación pasa por alto que los ejecutivos de coalición suelen contar con una amplia base electoral cuya suma total de votos supera los votos reunidos por gobiernos mayoritarios monocolores. No es casual que prácticamente todos los países de la UE sean gobernados por coaliciones que, lejos de ser contempladas como anomalías, son consideradas como elemento esencial de su regularidad democrática.
Pueden conseguir además otros efectos positivos para el sistema político. Los gobiernos de coalición se verían menos tentados por prácticas de corrupción política. Porque los socios de gobierno ejercen un control recíproco que dificulta tales prácticas, más fáciles de perpetrar cuando un solo partido disfruta del monopolio del poder y del presupuesto. También se ha detectado que el predominio de gobiernos de coalición atenúa las tensiones polarizadoras. Obligados a compartir propuestas para llegar al gobierno y para conservarlo, los socios de coalición han de moderar sus diferencias y evitar su dramatización. Sujetos a la necesidad de una transacción permanente, pueden contrarrestar la dinámica de polarización política que acaba construyendo trincheras infranqueables entre opciones políticas.
Las crisis —que las hay— en los gobiernos de coalición no pueden hacernos ignorar que poseen ventajas apreciables cuando se comparan con las posibles virtudes de la fórmula de lista más votada que conduce al Ejecutivo monocolor. Es recomendable, por tanto, contrastar ventajas e inconvenientes y evitar la adhesión fácil a fórmulas mágicas que puedan conllevar —como tantas presuntas medicinas milagrosas— graves contraindicaciones.
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