Corinna y el elefante en la habitación
Lo paradójico es que el empeño por esconder los desmanes del monarca haya acabado por destapar el marrullerismo y la nula transparencia del régimen que se decía proteger
Y tras escuchar el discurso del rey Juan Carlos el pueblo español se fue aliviado a la cama. Este es el resumen candoroso de aquella jornada, la del 23 de febrero de 1981, en la que tantos españoles que no pasarán a la historia destruyeron aquella tarde carnets, documentos, propaganda, en la que jóvenes universitarios, sufridos sindicalistas, vecinos comprometidos, activistas y militantes de izquierdas, buscaron cobijo en un domicilio diferente o echaron mano del pasaporte. El nunca viejo Nicolás Sartorius anda desde hace años inmerso en la tarea de narrar el mérito de la ciudadanía en la llegada de libertades, para entregarle al pueblo llano la autoestima que le ha sido usurpada en la narración de la historia reciente. La teoría es razonable: el pueblo sería más amante de las instituciones democráticas si se reconociera su aportación en dicha conquista. De ahí que sea interesante visitar la exposición dedicada a aquel Proceso 1001 por el que fue condenada en 1973 la cúpula de Comisiones Obreras. Eso es memoria histórica. Si tanto nos interesa, mostremos a nuestros estudiantes cómo si llegamos hasta aquí fue gracias, en gran parte, a la valentía y el sacrificio de la clase trabajadora.
Escribo esto y miro el libro que estos días he tenido en mis manos, King Corp. El imperio nunca contado de Juan Carlos I, un trabajo periodístico realizado por José María Olmo y David Fernández, en el que se da cuenta, sin entrar en ese tipo de psicologismos pedestres que lastran una investigación, de cómo el que fuera nombrado principal artífice de la llegada de la democracia irrumpió en ella con la compulsiva intención de hacerse una fortuna. Dado que en lo que respecta a la familia real prima siempre el salseo al arduo tema económico, lo más glosado del libro ha sido el mini capítulo dedicado a una supuesta hija secreta, pero realmente es lo menos importante del relato. Que el rey esconda una hija o dos o tres no asombra, dado el creciente historial de conquistas que se van destapando; de alguna forma, es un asunto que pertenecería al ámbito de lo privado, si es que eso existe en dicha institución, de no ser porque desde los sucesivos gobiernos de uno u otro signo se consintió y propició que esa vida secreta de lujo y fantasía contara con el arropamiento de los servicios del Estado, a lo que se sumó el silencio cómplice de los medios de comunicación que contribuyeron a tejer una red protectora que le rodeó y permitió hacer de su capa un sayo engordando su sentimiento de impunidad. Lo paradójico es que el empeño por esconder los desmanes del monarca haya acabado por destapar el marrullerismo y la nula transparencia del régimen que se decía proteger.
La historia de Corinna y el elefante reveló algo más que una infame cacería y un viaje romántico. Fue este el punto de inflexión para que empezaran a hacerse públicos los pagos bajo cuerda con los que se compensaba al rey por ser el facilitador de negocios en el vasto mundo. Hacer la vista gorda a la corrupción es una costumbre nacional tan arraigada que quien denuncia se convierte en el aguafiestas. ¿Cómo no se le iba a permitir a quien nos había regalado el progreso y las libertades que demandara su recompensa? Más aún, que llevara una doble vida y los servicios de inteligencia se esforzaran en favorecer, a veces velando por los niditos de amor, otras, amenazando a las mujeres que se volvían molestas. Estos oídos nuestros han escuchado a expertos monárquicos asegurar que el único pecado del rey era haberse enamorado de una mujer, Corinna, que no respondía a los estándares de discreción que debe tener la amante de un monarca. El libro produce tristeza y vergüenza. Indignación también por esa codicia con la que actúan las grandes fortunas indignadas luego cuando se les pide que aporten algo más al bienestar de los desfavorecidos de su patria.
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