En el corazón de la calor
La idea de progreso que se nos ha vendido, escritores y escritoras incluidos, es el Gatopardo de la historia del continente, como de pronto parece haber sido asumido y encarado por la literatura
No estoy seguro de si fue hace dos o tres entregas, querido lector, pero en aquella que se tituló Saber mirar el pasado, nuestra newsletter abordó un par de libros que remontaban su interés en el tiempo —o remontaban el tiempo en su interés— para, de cierto modo, discutir la idea de progreso o la forma que esa idea le ha dado a Latinoamérica.
No se trataba de novelas, recordará quien la haya leído, que se conformaran con la mera disección de un evento o de un personaje histórico, como si en torno de aquel o de aquellos no hubiera habido nada más, es decir, novelas de esas que plantean que todo pudo ser distinto para que todo siguiera siendo igual, sino de libros que se atrevían a proponer posibilidades radicalmente distintas, a partir de una reimaginación de lo acontecido, de un nuevo modo de mirar el pasado para imaginar otro presente.
A fin de cuentas, la idea de progreso que se nos ha vendido, escritores y escritoras incluidos, es el Gatopardo de la historia del continente, como de pronto parece haber sido asumido y encarado por la literatura —quizá no haya habido, hasta ahora, mayor radicalidad en este sentido que el de la increíble Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara—, como también queda claro cuando uno lee La estación del pantano, la novela más reciente de Yuri Herrera: “Verá usted —dijo el niuyorkino con la pureza alegre de quien está a punto de compartir una revelación—, el asunto del progreso no es solo saber poner en práctica una nueva idea, sino saber cuándo esa idea se ha vuelto vieja”.
Saber llegar primero
La literatura, como el arte y la música, suele ser, cuando queda en manos de autores como los de la entrega referida, como Cabezón Cámara —con ese Martín Fierro queer, hípersensual y multiétnico— o como las de Yuri Herrera —”¿Qué significa el dibujo?”, le pregunta Benito, quien se ha ido obsesionando con esa imagen poco a poco, en algún momento a Thisbee, que le responde: “Lo que ve: que no por ir hacia delante, una abandona lo que viene atrás”—, la primera en llegar a ciertos temas, porque de algún modo es como esos esclavos de reyes, emperadores o tlatoanis destinados a probar la comida de sus amos, no fuera a ser que esta viniera envenenada —el terrible riesgo de esto, claro está, es sobran los paladares que, creyendo meterse a la boca algo nuevo, no reconocen el sabor de una receta repetida cientos de veces—.
Yuri Herrera, está claro para quien haya leído sus libros anteriores —al igual, otra vez, que Cabezón Cámara—, al modo de aquel personaje de Beckett que se metía a la boca pequeñas piedritas para no morir de inanición pero también para, después, tras saborearlas, tras babear esos pedacitos de mundo, devolverlas a éste transfiguradas, no sólo ha sabido llegar primero a ciertos temas —La transmigración de los cuerpos y El incendio de la Mina El Bordo son ejemplos de lo dicho—, sino que también ha sabido llegar primero a ciertas formas, que es lo mismo que darle a una receta repetida cientos de veces un carácter entera, absolutamente nuevo —Trabajos del reino y, sobre todo, Señales que precederán el fin del mundo, son ejemplos de esto otro—. No debemos olvidar que, en literatura, como acá se ha repetido una y otra vez, pues se trata de la huella digital del escritor, la forma es tan importante o más que el tema.
De regreso a ese otro Gatopardo
Vuelvo al gatopardo de la historia, es decir, vuelvo a aquello que decía del progreso, aunque el tema no sea exactamente este sino las semillas que los autores de aquella otra entrega, que Cabezón Cámara y que Yuri Herrera siembran, literariamente, para contradecirlo y oponérsele. Y es que La estación del pantano, además de llegar primero a una nueva forma —recuerda, esa forma, a las esculturas que resultan de vaciar plomo fundido por la boca de un hormiguero para después desenterrar el nudo de estalactitas relucientes que, a través de sus brazos múltiples y diversos, permite ver que el corazón del hormiguero es, en realidad, la totalidad del hormiguero—, opera de manera similar a las novelas de Cárdenas, Larraquy y Cabezón Cámara —toma un instante y un personaje, aunque su entraña es aún más radical—. Haciendo estallar las fronteras que deslindan los territorios de la ficción y la no ficción, La estación del pantano atrapa un momento cierto de la historia, la estadía de Benito Juárez en Nueva Orleans, pero lo reconstruye a partir de la ficción, es decir, imagina, con libertad absoluta, qué pudo pasar durante ese año y medio.
Al convertir en literatura la respuesta a esa pregunta, Yuri Herrera —imposible no reconocer acá uno de los momentos más altos en su obra, así como una puerta nueva en nuestra tradición— no solo encuentra una forma diferente, no solo llega antes a un modo distinto de encarar un momento, no solo da con otra forma de descarapelar las ideas que enquistan el pasado y no sólo mueve las fronteras entre ficción y no ficción, también echa a andar un nuevo mecanismo, una suerte de estructura móvil que es capaz de llevar el corazón de la historia de un tema a otro, de un personaje a otro, de una idea a otra, de un sentimiento a otro. Y es que, en La estación del pantano, Juárez solo es personaje principal cuando el personaje principal no es Nueva Orleans o la calor o la enfermedad o la música o los incendios, así como el tema principal es el exilio solo cuando el tema principal no es el desarraigo o la conspiración o la libertad o la esclavitud o el colonialismo.
Además, está la lengua
En La estación del pantano hay otro personaje que también es personaje principal, cuando éste no es ni Juárez ni los demás personajes principales que nombré: la lengua, acá, presume cuerpo. Igual que hay, también, otro tema principal, cuando éste no es ni el exilio ni los demás temas que nombré: la lengua, acá, presume contradicción. Y es que la lengua, como en la mayoría de los libros de Herrera, es, incluso, el tiempo y el espacio de la novela, los ejes X y Y en torno y a partir de los cuales se desenrolla, primero, y se desarbola, después, la enredadera de la imaginación que urde esta jungla única que, página a página, se va tragando aquel momento en el que Juárez debió exiliarse en Nueva Orleans.
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