¿Leer o escuchar?
El escritor Emiliano Monge reflexiona en esta entrega del boletín ‘Letras Americanas’ sobre el auge de los audiolibros
Hace apenas unos días, querido lector, en mitad de una de esas discusiones bizantinas que lo son, entre otras cosas, porque nadie puede reclamar como suya la razón —¿está bien escuchar audiolibros o hacerlo es traicionar a la lectura?—, me acordé de Alma Guillermoprieto, quien debe ser una de las mejores cronistas de nuestro tiempo.
—Si no han leído a Guillermoprieto, les pido por favor que se hagan el favor de conseguir, lo antes posible, Al pie de un volcán te escribo, La Habana en un espejo o Los placeres y los días, además de que los reto, si leen uno de estos tres libros, a no leer, después, con fervor y placer, el resto de su obra, una obra que condensa, en cada texto, aquello que, erróneamente, solemos asumir como virtudes distintas: la sensibilidad y la inteligencia, por ejemplo, así como la intuición y la escucha—.
Me acordé de Guillermoprieto, decía, porque hace tiempo, durante otra de esas discusiones bizantinas sin salida, en la época en que los libros electrónicos florecían y en las sobremesas y cafés en los que había uno o varios editores, uno o varios escritores o uno o varios libreros se debatían terrores absurdos —Platón, cuando a alguien se le ocurrió que el copista podía no ser uno sino diez, tembló y declaró que aquello era el fin de la cultura—, mientras bailaban cifras que no podían ser sino producto de la imaginación de algún mercadólogo demente o, peor, del responsable de marketing de algún conglomerado trasnacional, que suelen saber tanto de tantas y tantas cosas que por desgracia nunca son literatura, rascando con su cucharilla el mantel de la mesa y sonriendo, dijo: “Pues como a mí lo que me gusta es leer, me da igual sobre qué estén las letras”.
Escuchar como modo de lectura
Pero decía que la discusión que el otro día me llevó a recordar aquella otra a la que Guillermoprieto puso fin de golpe, como si sus palabras, palabras que, evidentemente, lanzó sin necesidad de alzar la voz, fueran una guillotina —es curioso, pero ahora, al escribir esta palabra, creo que viene muy bien para hablar del estilo de la escritora y periodista mexicana, que en sus mejores textos suele hacer eso: guillotinar, con una sutileza apabullante, para dejar expuesta la yugular, la médula o la espina de una situación, una historia o un sujeto perfilado—, no iba sobre la oposición libro de papel contra libro electrónico sino sobre ese otro asunto que, de pronto, a últimas fechas, parecería haber tomado todas las sobremesas y cafés en los que hay uno o varios editores, uno o varios escritores o uno o varios libreros: la oposición entre libro y audiolibro, es decir, entre libro de papel o libro electrónico (los enemigos, de pronto, se han pasado a un mismo bando) y libro en archivo de audio.
En mitad de aquella discusión, que de algún modo también es —o debería serlo, para aspirar, cuando menos, a volverse interesante— sobre los diversos modos de la intimidad y del encuentro de dos o más intimidades, mientras pensaba, pues, que aquello nos debería hacer discutir, en realidad, la dimensión social de la lectura, pues así como antes, hace siglos o incluso más, quienes no sabían leer accedían a los textos a través de la voz de quien sí sabía, es innegable que hoy, para cientos de miles de lectores, por no decir millones, las condiciones reales no dan lugar, no permiten, pues, aunque se sepa leer, el acceso a algo tan básico como un espacio y a un tiempo dignos de lectura —la mayoría de los que defienden a ultranza al libro impreso pueden dedicarle, de manera exclusiva, una o varias horas de su tiempo cada día, además de que pueden elegir si lo hacen, es decir, si leen en un sillón más o menos cómodo—, que pensé o que me pregunté, más bien, si no resulta contradictorio pelearse con un modo de lectura que, al final, también es el modo a través del cual todos accedimos a esta.
En el origen, la voz
Antes de que supiéramos leer, antes de que la palabra escrita nos transmitiera una idea, una emoción o un sentimiento de manera directa —da igual si esa transmisión aconteció por un poema, una fábula o un cuento—, la mayoría de nosotros —quizá no pueda aseverar que todos, pero sí que puedo aseverar esto que acabo de decir: que la infinita mayoría de los lectores que hoy en día nos contamos como eso, es decir, como lectores— accedimos a ese conjuro, el conjuro de la palabra escrita, mediante la voz de alguien más. Lo que quiero decir, pues, es que aquella primera idea, aquella primera emoción o aquel primer sentimiento que nos ofrendó la palabra escrita se nos entregó a través de la lengua, de la lectura en voz alta de un padre, una madre, un hermano, una hermana, un profesor, una profesora, el encargado o la encargada de una biblioteca…
Hay que tener una memoria devastada, pensé entonces, para no recordar lo maravilloso de ese momento, de todos esos momentos en los que se nos leía o hay, más bien, que haber tenido un padre, una madre, un hermano, una hermana, un profesor, una profesora de mierda… Y pensé, también, siguiendo a Guillermoprieto, de quien me acordé, ya lo dije, mientras la discusión bizantina secuestraba la sobremesa: como a mí, lo que realmente me gusta, es el conjuro de la palabra escrita, me da igual si la leo o me la leen —siempre y cuando, claro, quien la lea sepa pronunciar hasta el silencio del conjuro—.
Como seguramente le pasará a Guillermoprieto, quien más allá de su frase, tendrá una predilección, que no una condicionante —no es lo mismo “este libro quiero leerlo en papel” que “todos los libros que leo deben estar en papel”—, mi predilección es por la palabra impresa, pero eso no me impide gozar un audiolibro —eso sí, ojalá la industria entienda que un lector profesional no es lo mismo que un anunciante de vitacilina—.
En otras palabras, que mi predilección me haga decir: este libro quiero leerlo yo, no es igual que decir: todos los libros a los que me acerco quiero leerlos yo. Sobre todo, no es lo mismo que decir: dado que así leo yo, así debe leer el mundo.
Y no es lo mismo porque la escritura y la lectura fueron, son y serán, por suerte, un encuentro, un hecho social además de uno íntimo.
Sobre todo en Latinoamérica, donde las condiciones, más allá de choques bizantinos, son las que son.
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