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ENTREVISTA

Yuri Herrera: “El discurso del monolingüismo en Estados Unidos corre paralelo al supremacismo blanco”

Gran referente de la nueva literatura latinoamericana, el escritor mexicano residente en Nueva Orleans publica ‘La estación del pantano’, una brillante recreación del exilio de Benito Juárez en esa ciudad

El escritor Yuri Herrera en Nueva York
El escritor mexicano Yuri Herrera retratado en Nueva York este diciembre.Pascal Perich (© Pascal Perich)
María Antonia Sánchez-Vallejo

El territorio que comparten ficción y verosimilitud queda expuesto en el prólogo de la última novela de Yuri Herrera, La estación del pantano (Periférica). El exilio de Benito Juárez en Nueva Orleans sirve al escritor mexicano para recrear una etapa en la vida del revolucionario de la que se tienen pocos datos. “Es en ese hueco marcado por el punto y aparte donde sucede esta historia. Toda la información sobre la ciudad (…) puede corroborarse en documentos históricos. Ésta, la historia verdadera, no”, invita a leer la primera página del libro: una historia polisémica, la de los días de Juárez, pero también la surgida de su imaginación, la verdadera.

“Es un paréntesis en la vida de Benito Juárez. Todas las biografías mencionan este periodo de manera muy escueta. Otra de las cosas que invariablemente se dicen es que es el periodo en el cual se radicalizó y en el que se convirtió en el liberal más importante. Pero nadie tiene ningún dato”, explica Herrera (Actopan, México, 52 años) en un diner en Nueva York.

Juárez y Nueva Orleans se entremezclan en la vida del escritor, que desde hace una década da clases en la Universidad Tulane de esa ciudad estadounidense. Aunque con frecuentes idas y venidas a México. Sobre La estación del pantano, prosigue, “lo curioso es que [esa etapa de Juárez] es un agujero negro importantísimo, porque regresando [a México] es cuando se convierte en ministro de Justicia y después en presidente, y después en quien enfrentará la invasión francesa”. Una fuente de incógnitas que es “una oportunidad para hacer una especie de imaginación plausible, por decirlo de algún modo. Eso es lo que me he permitido hacer con unos pocos datos sobre su vida, con muchos datos sobre cómo era la ciudad y fundamentalmente con mi imaginación”.

“¿Narcoliteratura? No me gusta la etiqueta, pero uno debe asumir las consecuencias de tratar ciertos temas. Cuando yo publiqué ‘Trabajos del reino’ el narco no era el principal problema de México”

Herrera detalla su labor de documentación, hasta empaparse de la vida cotidiana de Nueva Orleans (“la música, las relaciones raciales”), de la que, dice, se han escrito bibliotecas enteras. La digitalización del diario The Times-Picayune le ayudó a levantar el andamiaje. “Me sirvió para tener un panorama que evidentemente nunca será un reflejo fiel de la realidad. Pero sí uno de los posibles sobre cómo era la vida cotidiana y, en específico, la vida criminal de la ciudad, porque la nota roja [crónica de sucesos] frecuentemente es uno de esos datos inescapables de la realidad. Y esta era una ciudad increíblemente violenta en muchos sentidos, como lo sigue siendo”. Su propia experiencia vital como expatriado también ayudó, la de “alguien que no ha estado exiliado, pero que sí siente nostalgia, que en muchos momentos se siente aislado”.

A vueltas con el espacio y el tiempo, dos ámbitos constantes en su narrativa, esta incursión en la novela histórica se le queda estrecha a un autor capaz de romper los moldes del género y el estilo. En Señales que precederán al fin del mundo, la segunda que publicó (y, como todas, en Periférica), la historia de una joven que busca a su hermano a través de la frontera de México y EE UU se mezcla con ecos de mitos precolombinos. En la tercera, La transmigración de los cuerpos, una ficción negra, narra una historia de narcotraficantes en medio de una epidemia. Trabajos del reino, su primera obra ―elogiadísima por referentes como Elena Poniatowska―, fue catalogada como narcoliteratura, esta etiqueta tan de moda hace unos años, fruto de la mixtificación por la cultura popular del narco: “Esas etiquetas funcionan para bien y para mal. Hay gente que ha hecho una carrera académica a partir de ellas; también sirven para situar un libro en una librería, o en una especie de discusión pública. A mí nunca me gustó. Los libros tienen su propia vida, y uno no puede ir por el mundo poniendo instructivos sobre sus vidas. Uno tiene que asumir las consecuencias de hablar de ciertos temas en ciertos momentos, y cuando publiqué Trabajos del reino, todavía el narcotráfico, aunque ya era uno de los asuntos más importantes, no se había convertido en el asunto más importante de México”.

“La literatura no influye en la política. Para cuando te leen, el fenómeno político del que has escrito ya ha pasado”

Llama la atención en el discurso de Herrera la precisión académica con que desgrana sus ideas. Puede deberse a su formación universitaria, pero lo cierto es que amarra poderosamente cada frase. Luego su literatura es pura lava, fulgurante, pero en la conversación destaca una lucidez de escalpelo. ¿Considera el escritor, por apegarse a fenómenos del calado de la emigración o el narcotráfico, que hace literatura política o social? “Eso es algo que no he tratado de hacer nunca. Yo estudié Ciencias Políticas, un elemento muy importante dentro de mi mirada sobre el mundo e inclusive de mi mirada estética. Es decir, hay una cierta manera de entender las tragedias nacionales, las tragedias sociales, los heroísmos, las traiciones. Pero nunca trato de hacer un comentario deliberado sobre actores políticos vivos actuales”, subraya. Aunque resulta inevitable, asume, que los ecos del presente se infiltren en lo que escribe, no trata “de intervenir en la vida política desde la literatura”. Si algún tipo de literatura intenta incidir en un fenómeno político muy localizado en el tiempo y el espacio, subraya, “para cuando ha sido leída, comprendida y digerida, probablemente ese fenómeno ya ha pasado”.

Editorial Periférica.
La estación del pantano. Yuri Herrera.EL PAÍS

Herrera fundó y dirigió la revista literaria El Perro, una muestra más de la pujanza del llamado periodismo literario en América Latina. En México, la nota roja se ha convertido casi en un género en sí mismo. Sobre la supuesta simbiosis de periodismo y literatura se ha escrito casi tanto como sobre la muerte de la novela, pero la influencia ¿es nociva, beneficiosa o simplemente no existe? “Yo no llegué a la literatura por el periodismo, pero conozco mucha gente que sí y hemos tenido múltiples casos en todos los países, en todas las épocas: García Márquez, José Martí, Hemingway. No creo que la literatura y el periodismo se retroalimentan en términos de cómo representar la realidad. La verdad literaria no depende de los datos, sino precisamente de eso que no se puede cuantificar y demostrar, pero que es una parte verdadera de la experiencia humana”.

De la nota roja, considera que tiene su propia dimensión. “De algún modo tiene que sugerir eso que va más allá de lo forense, y que es cómo lidiamos con el vacío que nos deja la muerte, con todo lo que rodea esto, con la impunidad, con la tristeza”.

“El sur de Estados Unidos tiene fama de racista, pero Nueva Orleans es anómala, liberal, ‘marica’. Y el mayor racista de todos [Donald Trump] vive en Nueva York”

Su experiencia como mexicano y castellanoparlante arroja interesantes reflexiones que diseccionan el EE UU marcado a fuego por Donald Trump. Para empezar, por el hecho de que la segunda lengua más hablada en el país sea la suya. “Bueno, este es un país que ha sido políglota, aunque tiene la ilusión de que es exclusivamente angloparlante. El monolingüismo es uno de los discursos paralelos al supremacismo blanco. Cuando se funda, no solo se hablaba español, sino múltiples lenguas europeas y locales. Y el español se ha ido convirtiendo cada vez más en una de las lenguas no diría que hegemónicas, pero se está acercando a ser una de las lenguas francas. Lo que hagan los políticos racistas no va a cambiar esto, que es una de las mejores características de este país entre todas sus características atroces: la incorporación de influencias culturales de distintos lugares”.

Herrera no ahorra críticas a los estragos que el trumpismo causó en EE UU. O en América, como se denomina a sí mismo el país, en detrimento del resto de países del continente. “¿Cuántos continentes hay en el mundo?”, pregunta retóricamente. “Cinco, ¿no? En el mundo angloparlante, en EE UU, Inglaterra, Australia, van a responder que siete… Cuando no nos podemos poner de acuerdo sobre algo que se ve desde el espacio, es muchísimo más complicado ponerse de acuerdo sobre algo sobre lo cual la gente ha sido adoctrinada. Mucha gente no es solo que nunca haya salido del país, sino que no concibe la existencia de otros países. EE UU no concibe su cultura como una cultura nacional, sino como la universal, y entiende que en otros países se debe hablar la lengua de EE UU. Y hay un enorme porcentaje de gente que piensa que Jesucristo fue estadounidense. No me lo estoy inventando. Pero hay cosas más urgentes que la incorrección del gentilicio. Si uno piensa en las condiciones inhumanas cercanas al esclavismo en las cuales viven muchos migrantes…”.

“Uno no crea a partir de la nada, espontáneamente, sino de ciertas formas heredadas. Por supuesto, no somos rehenes de las formas. Podemos jugar con ellas”

Su experiencia estadounidense como docente, como expatriado de cuello blanco, le permite desbrozar la realidad pretendidamente monolítica —como se representa en los medios, por ejemplo— de la emigración. Ni siquiera la lengua resiste como un todo a las circunstancias vitales e históricas de los sujetos que la hablan. “Es importante no socializar la experiencia migrante, hay muchas experiencias que tienen que ver con cambios generacionales, con la situación socio­económica, con la situación legal”, explica. De las generaciones “expulsadas de su lengua como una forma de supervivencia” para salir adelante a aquellos que han tenido la oportunidad de crecer en la de sus padres y abuelos. Los que han debido adoptar la lengua del lugar al que han llegado, “que es al mismo tiempo la lengua del benefactor y la del explotador; en todo caso, la lengua del poderoso”, y los que “en Nueva York, en Los Ángeles, en muchísimas otras ciudades, han tenido la oportunidad de crecer en la suya”. Como en Queens, por ejemplo, donde ha surgido una rama local del culto mexicano de la Santa Muerte, y donde se puede vivir sin hablar una sola palabra en inglés. “Otros hemos llegado ya adultos; en ese sentido, por supuesto que la lengua sigue siendo nuestra patria y nuestro territorio”.

Herrera da clases de Literatura en castellano, y en ocasiones en inglés dependiendo del grupo. Ahora lo hace como escritor invitado en la Universidad Wesleyana de Middletown (Connecticut). Una localidad a la que llegó hace tres meses y que se halla en las antípodas, en todos los sentidos, de Nueva Orleans, no solo por un frío que le tiene estremecido. “Es muy pronto para poder hablar de esta experiencia. Pero yo vengo de Nueva Orleans, donde más del 60% de la población es negra, y estoy viviendo en un pueblito que se llama Oldham, de gente muy amable, un pueblito muy rico, prácticamente blanco”. La experiencia le ha permitido elaborar aún más su noción del racismo de EE UU. Lejos de Nueva Orleans, “una ciudad anómala del sur, porque no solo es una ciudad liberal, sino, diría yo, una ciudad marica en el mejor sentido de la palabra… Muchísimo más libre y fluida que cualquier otra ciudad donde haya estado…”, recalibra ahora la dimensión del sur como depositario de esa lacra. “Creo que la manera en la que en el este y el norte de EE UU se entiende el sur, como ese lugar lleno de racistas —y no digo que no los haya—, es utilizado por otros para depositar en él la responsabilidad del racismo, como si el racista más importante del mundo no fuera de Nueva York, nacido, criado y enriquecido allí”, dice en alusión a Donald Trump.

Herrera se somete con una amabilidad precisa a las indicaciones del fotógrafo, en un tradicional diner de Manhattan donde tiene lugar la entrevista. La sesión de fotos continúa en la calle, entre comentarios espontáneos sobre obras de teatro o lo último del cine mexicano. Una última reflexión sobre la creación: “Hay una frase de Chesterton donde alguien dice: ‘Todos los hechos apuntan en esta dirección’. Y el protagonista responde: ‘Eso es una tontería. Los hechos son como las ramas de un árbol, apuntan en todas las direcciones’. Lo que uno hace es amarrar esas ramas y crear sentido. Y uno no crea sentido a partir de la nada, espontáneamente, sino de ciertas formas que le han sido heredadas. Esas formas pueden ser los mitos o pueden ser los géneros. Por supuesto, no somos rehenes de las formas. Podemos jugar con ellas”. A falta de ramas, Nueva York aporta la arboladura confusa de los rascacielos, en un mediodía gélido caldeado por las palabras de Yuri Herrera.

‘La estación del pantano’. Yuri Herrera. Periférica, 2022. 192 páginas. 17,90 euros.

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