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Tribuna
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El exilio latinoamericano del Quijote

El riquísimo universo de palabras que emplea Cervantes en la novela se ha ido perdiendo en España, mientras que ha sobrevivido en el español del continente americano, porque responde a las diferencias sociales de sus personajes

Tribuna Soler 23 abril
JUAN COLOMBATO
Jordi Soler

Carlos Fuentes decía que Cervantes y Colón eran gemelos espirituales: “Ambos murieron sin darse cuenta cabal de sus descubrimientos. Colón creyó que había llegado al Lejano Oriente navegando hacia el Occidente; Cervantes pensó que sólo había escrito una sátira de las novelas de caballería. Ninguno de los dos imaginó que había desembarcado en los nuevos continentes del espacio —América— y de la ficción —la novela moderna—”.

El continente que fundó Cervantes se escribió en España, pero es del otro lado del mar, en Latinoamérica, donde mejor ha florecido y donde hasta hoy conserva toda su vigencia porque aquí, en su tierra, hace muchos años que dejó de iluminar a la enorme mayoría de los novelistas.

El Quijote se publicó en el año 1605 y un buen número de ejemplares, de la primera edición que circulaba solo en Castilla, llegaron en ese año a México y Perú. Allá, del otro lado del mar, la novela comenzó a crecer de una forma distinta. Las palabras con las que Cervantes nos cuenta esa historia prodigiosa enraizaron con mayor fuerza en Latinoamérica, y lo mismo pasó con el instrumental narrativo del Quijote, que parte de esos tres grandes temas erasmistas que, según el mismo Fuentes, son el centro nervioso de la novela: la dualidad de la verdad, la ilusión de las apariencias y el elogio de la locura.

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El Quijote se compone de 381.104 palabras, de las cuales 22.939 son diferentes entre sí. Muchas de estas palabras, que en España han caído en desuso, siguen vigentes en México.

Voy a anotar unos cuantos ejemplos: “Que luego luego me pusiera en camino”, le dice Don Quijote al cabrero. En la novela los personajes platican, cuando conversan y lo raro o curioso es lo bizarro. El bodoque es un nudo o una bola de barro, cuyo significado se extiende, del otro lado del mar, para designar a una persona gorda y también, en México, para referirse a los bodoquitos, que son los niños pequeños. El bordón es el báculo del caminante y el badulaque, que en el Quijote es un lío o un embrollo, en México es una persona tonta o necia, es decir, embrollada. La botana, que en la novela es un pequeño parche de cuero, en México se ha convertido en el tentempié que acompaña a la bebida, servido en breves porciones que tienen la dimensión del parche cervantino. Espulgar, machucar y menjurje son otras palabras cervantinas que se utilizan todos los días en México. El mocho es, en el Quijote, la culata de un arma; esta palabra en el siglo XXI, en México, designa a una persona santurrona, quizá por la poca gracia que tiene una culata, mientras que en España mocho es la fregona, que en México se llama trapeador.

Del riquísimo universo léxico que tenemos a nuestra disposición en la novela de Cervantes, tendríamos que rescatar palabras muy sonoras y coloridas como aborrascarse, albar, faldamentos, poltrón, gañir o la juguetona cachidiablo.

El fermento que dejó la novela de Cervantes en Latinoamérica, su torrente de palabras y su contagiosa exuberancia irrumpieron en España, con la violencia de un desembarco pirata, muchos años más tarde, cuando llegaron los poemas de Rubén Darío. Entonces quedó claro que en aquel continente se escribía de otra manera.

La influencia del Quijote se fue diluyendo aquí mientras crecía del otro lado y luego vino la dictadura franquista a consolidar su exilio. La novela española se instaló mayoritariamente en el realismo y erradicó el instrumental narrativo del Quijote, ese “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”, a decir de Diego de Miranda, donde resplandecen el humor, el disparate, la parodia, el escarnio, la sátira, la distorsión del tiempo, el punto de vista múltiple, la experimentación.

Miguel Delibes observaba que García Márquez, uno de los alumnos aventajados del Quijote, “es el mejor heredero del sentido del humor de la literatura castellana clásica, que, por desgracia, se va perdiendo”.

Lo que permanece en las dos orillas es la óptica quijotesca sobre el mundo que, precisamente en estos días, se manifiesta en la batalla política por la identidad, donde una persona no es lo que es, sino lo que cree que es, como era el caso del caballero de la triste figura: “Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino…”.

Después de la dictadura llegó la reconstrucción democrática, la reinserción en Europa y una bonanza económica que tenía ya muy poco que ver con la gloriosa miseria de los personajes del Quijote, que por cierto sigue intacta del otro lado del Atlántico. La ejemplar clase media española, que desde luego quisiera cualquier país latinoamericano, consiguió que una mayoría de ciudadanos tengan un nivel de vida impensable en aquellos países.

Voy a aventurar una modesta hipótesis, que no es más que la observación de un novelista mexicano que ha leído el Quijote, en diversas circunstancias, de un lado y otro del Atlántico. La bonanza económica española ha tenido también un impacto en la lengua; se ha cambiado la riqueza y la exuberancia del español que escribía Cervantes por una lengua más práctica, más útil, más acorde con la efectividad y la velocidad que impone nuestro tiempo. La bonanza económica allanó, en buena medida, las diferencias sociales que en el Quijote, y en Latinoamérica, son muy notorias. Los personajes de la novela hablan desde la clase social a la que pertenecen, desde esa flagrante asimetría cuya única virtud es el humus en el que florecen y se multiplican las palabras, un torrente de palabras diversas, ensortijadas, enriquecidas, con las que cada clase se identifica.

El número de palabras que utiliza el ciudadano común, según demuestra la estadística, va disminuyendo; estamos muy lejos de las 22.939 palabras distintas que utilizó Cervantes para escribir el Quijote. Ahora mismo, por ejemplo, asistimos a la entronización de la palabra escuchar, que ya está expulsando a la palabra oír, aun cuando no significan exactamente lo mismo.

Al exilio latinoamericano del Quijote, hay que añadir la puntilla que la agenda cultural del Gobierno de Felipe González le dio a la novela de Cervantes, según nos ilustra Pablo Sánchez en su ensayo Literaturas en cruce. Estudios sobre contactos literarios entre España y América Latina (Verbum, 2018). “Una de las prioridades del gobierno de González fue una nueva agenda transformadora para la cultura (….) a la reconversión industrial se le sumó así la reconversión cultural”, escribe Sánchez. La idea era recuperar la capitalidad de la literatura en español que ya había sido robada dos veces, una por Rubén Darío y otra por los escritores del boom. “Había que convertir al ciudadano democrático español en consumidor de novela, y para ello la primera receta era ofrecerle una novela no radical, ni en lo ideológico ni en lo técnico”, es decir, digo yo, una novela anti cervantina. Este sesgo provocó una reestructuración en el mercado editorial que, una vez diluido el boom, vuelve a apostar por autores españoles “y a buscar una narrativa a menudo posmoderna y poco política que encaje bien con la ansiedad de europeísmo recién satisfecha política y económicamente”, nos dice Pablo Sánchez.

Después de descubrir el nuevo continente de la ficción, la novela de Cervantes se instaló en Latinoamérica, donde su Quijote todavía cabalga, para hacernos ver “cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y cuán útiles fueran en el presente si se usaran”.

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