Saber dejar ir
Para poder hablar con sinceridad sobre la muerte y prepararnos realmente para ella, primero debemos entender por qué esperamos que los moribundos nos muestren que han aceptado su destino
Un verano mi padre empezó a cojear y dijo que era un tic nervioso. Yo acababa de pasar dos semanas con mis padres en Galicia y llamé a mi madre desde Berlín. Me dijo que estaba durmiendo mucho y que parecía deprimido. Me dijo: “siempre se deprime cuando te vas”. Dos semanas después le diagnosticaron un tumor cerebral inoperable. Dos meses después murió.
Técnicamente, no lo mató el tumor. Recibió sesiones semanales de quimio y radioterapia hasta que sucumbió a una neumonía en el hospital. Durante las últimas horas de su vida, mi hermano apretaba su mano diciendo fuerza, papá, fuerza. Yo le acariciaba la otra diciendo: descansa, deja ir. Han pasado ocho años y no sé quién de los dos tenía razón. Los dos lo necesitábamos vivo. Mi hermano necesitaba saber que habíamos agotado todas las posibilidades de que no se fuera. Yo necesitaba que se fuera “bien”.
“Para poder hablar con sinceridad sobre la muerte y prepararnos realmente para ella, primero debemos entender por qué esperamos que los moribundos nos muestren que han aceptado su destino”, escribe Sunita Puri, jefa de paliativos de la unidad de cáncer de la Universidad del Sur de California, en The New York Times. Su columna se titula ¿Qué significa estar preparado para morir?, y me atraviesa el corazón como un tornillo.
Yo hubiese querido que mi padre pasara sus últimas semanas en la playa, mirando jugar a los perros o acariciando a sus gatas en el jardín. Escuchando música, comiendo rico y jugando conmigo al ajedrez. Que se despidiera de quien hiciera falta y que entrara dócilmente en esa buena noche sin dejar cosas pendientes. Que no sufriera delante de mí. Mi hermano quería tenerle más tiempo para darle las gracias más veces, para quererlo un poco más. Nunca sabremos lo que hubiera querido mi padre porque se entregó a la implacable rutina de un protocolo diseñado para aliviar a otros que no éramos nosotros de la misma pesada carga que nos persigue ahora. La duda de no saber cómo decirle que se estaba muriendo. La responsabilidad de acompañar los últimos días de su vida con integridad. El miedo de no saber si hicimos lo suficiente, o si lo hicimos todo mal.
Dice el poema más famoso de Edna St. Vincent Millay que la infancia es el reino donde no mueren los que realmente importan. “Los parientes lejanos, por supuesto, mueren, a quienes uno no vio nunca, o apenas una hora”. Mueren los gatos. “Los gatos saben todo lo que hace falta saber”. Pero “no te despiertas al mes siguiente, a los dos meses/ al año de esa muerte, a los dos años, en plena noche y lloras, con los nudillos en la boca, y dices: ¡Dios mío! ¡Dios mío!”. Todos somos niños cuando perdemos un padre. Por eso necesitamos adultos en el hospital.
“El bien morir debería estar definido por qué tan honestos y atentos somos al cuidar de los moribundos, no por lo que ellos hagan por nosotros”, dice la doctora en su columna. Crecer es sentarse a la mesa con la muerte, sin recursos protocolarios, legales, religiosos o económicos. Sin ofrecer tratamiento en lugar de cuidados, estadísticas en lugar de humanidad. No solo por los que marchan. También por el país de niños desolados que dejan atrás.
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