Desayuno con sombrero frente al mar
La vida está también llena de momentos felices e intrascendentes, como los que fotografió J. H. Lartigue, que dan consuelo ante tanto dolor y desatino


Quizá esté fuera de lugar acordarse de los momentos triviales de la vida el día de la pasión de Cristo. Lo que hoy está más bien presente es la parte oscura de la condición humana. Cómo fue traicionado un hombre, y luego apresado, juzgado y condenado. Su inmensa soledad en un huerto donde no tiene otra que aceptar su destino y la cena en la que se despide de sus amigos. Luego el camino a hacia el Gólgota cargando con la cruz en la que van a darle muerte, sus caídas, las burlas y desprecios de los soldados, la humillación de verse despojado de sus ropas y después clavado a unas maderas. Tiempo de recogimiento, de silencio, de pesadumbre. Pero acaso también sea el momento adecuado para darse cuenta de lo poco que dura todo y entender la importancia de celebrar lo efímero, lo que se va volando.
Jacques Henri Lartigue nació en una familia acomodada en los últimos años del siglo XIX, en 1894 —murió en 1986—, y muy pronto, con siete años, empezó a hacer fotografías. Lo que quiso siempre fue atrapar esos instantes que se dan a la fuga y en los que se quiebra el orden previsible de las cosas y somos felices. Una de sus imágenes más conocidas es la de un coche de carreras que pasa zumbando y que casi se escapa del mismo marco en el que la cámara quiere fijarlo. El presente simplemente se va. Un paseo por el Bois de Boulogne, las naranjas del huerto, un picnic improvisado sobre la nieve, las flores.
Ahora en Madrid puede verse en la Fundación Canal una exposición —El cazador de instantes felices— en la que se han reunido sus imágenes en color. Desde que empezó a hacerlas antes de cumplir los 20 años utilizando el autocromo, el único procedimiento que permitía obtenerlas antes de 1935, y la estereoscopia, que les procuraba una extraña sensación de inmersión en tres dimensiones, hasta que más adelante se generalizó su uso y se convirtió en el gran reclamo de la prensa ilustrada. Lartigue puso su mirada en lo más próximo, lo más familiar: su prima conduciendo un trasto de madera o él mismo con sus amigos junto a un planeador. De lo que se trataba era de guardarse los buenos ratos.
Y su obra es, sobre todo, eso: luminosa. Es cierto que tuvo la suerte de formar parte de un círculo de privilegiados y que sus motivos tienen que ver con frecuencia con los pasatiempos en los que se entretenía la clase alta: esquiar, bañarse en la playa, ir de fiesta, disfrutar de los deportes más caros, asistir a reuniones de copete, viajar por lugares exóticos. Fue pintor, diseñador de interiores, trabajó en publicidad y moda o como fotógrafo de una agencia haciendo reportajes locales, se codeó con los grandes artistas y escritores de su tiempo, retrató la vida de la Costa Azul. Hizo una campaña de esmaltes de uña, por ejemplo. Lo más intrascendente, lo más banal. El siglo XX que le tocó vivir estuvo lleno de guerras y de catástrofes, y Lartigue se ocupaba, en cambio, de fotografiar el gesto de una dama elegante que desayuna con sombrero delante de una ventana que da al mar.
Un día en que viajaba en un barco apuntó en su diario: “Zarandeado por el viento, vibro como un trozo de madera a punto de rasgarse”. En un Viernes Santo en que se recuerdan momentos de tanta hondura, no hay que olvidarse que también estamos atravesados por lo más superfluo y que son muchas veces los momentos triviales los que, ante tanto dolor, nos dan consuelo.
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