El fotógrafo que retrató los colores de la felicidad
La Fundación Canal muestra por primera vez en España una selección de 149 imágenes con la delicada y elegante paleta cromática del francés Jacques Henri Lartigue, que, sin embargo, alcanzó la celebridad por su blanco y negro
“Dios mío, desde que tenía cinco años vengo pidiéndote: ¡por favor, déjame fotografiarlo todo en color!”. Quien imploraba así al ser supremo en realidad ha pasado a la historia de la fotografía por sus fascinantes imágenes en blanco y negro. El francés Jacques-Henri Lartigue tuvo la suerte de nacer en una familia rica en Courbevoie, en 1894. Por ello pudo estudiar pintura, pero como no logró reconocimiento, se centró en la fotografía, que había practicado desde los ocho años, cuando las agrupaba en sus propios álbumes como entretenimiento durante varias enfermedades que sufrió de niño. Fue cronista de pequeños acontecimientos cotidianos en blanco y negro, que era lo que se estilaba y ofrecía mejores calidades que el color, considerado durante décadas un hermano menor, válido para revistas, publicidad, moda y otras menudencias, denostado por popes como Cartier-Bresson. Por ello, su obra, que mostraba una paleta cromática de tonos suaves y elegantes, permaneció mucho tiempo sin que apenas se le prestara atención. Ahora, una exposición en la Fundación Canal, en Madrid, muestra por primera vez en España 149 de esas fotos.
La muestra, titulada Lartigue, el cazador de instantes felices. Fotografías a color, gratuita, que puede verse desde este miércoles hasta el 23 de abril, se fija en tres etapas del Lartigue colorista que, como ha explicado en la presentación Anne Morin, comisaria de la exposición junto a Marion Perceval, de la Donation Jacques Henri Lartigue (su archivo), supone un tercio de su producción, estimada en total en 120.000 imágenes, donadas en vida a su país y que reposan en París. La primera parte está instalada en un largo pasillo en el que a través de visores se puede disfrutar de 10 de los 86 “estéreo-autocromos” que se conservan de este autor, realizados entre 1912 y 1928. El autocromo estereoscópico era un invento de los hermanos Lumière con el que se obtenían placas de vidrio en color, que al observarse por parejas a través de unas lentes especiales confluían en una sola y engañaban al ojo al convertirse en tridimensional.
Las tomas que logró Lartigue reflejan su pertenencia “a la entonces octava fortuna de Francia”, señala Morin, una alegría de vivir plasmada en imágenes en las que aparecen él o sus amigos y familiares disfrutando de un invento que le chiflaba, el automóvil, o vestido él de mujer, o bucólicas escenas campestres de una vida ajena a penalidades.
Sin embargo, como el invento de los Lumière no funcionaba bien y los estéreo-autocromos se desvanecían con rapidez, Lartigue probó con la pintura en los años treinta y cuarenta. No obstante, como aclaró Morin, al final de su vida volvería a esas imágenes para “copiarlas en papel y reencuadrarlas”. Como pintor es conocido por su predilección por dos temas: “Las mujeres y las flores”, aunque no llegó a destacar, por lo que regresó a la fotografía, pero en blanco y negro. Habría que esperar unos años para que los colores brotaran de nuevo en su obra fotográfica. Lo hicieron precisamente en flores, en instantáneas delicadas, como la titulada Opio, de 1963. Para entonces, Lartigue, como otros fotógrafos, había visto una gigantesca transformación de su trabajo “desde el final de la II Guerra Mundial gracias a los avances tecnológicos y los medios de comunicación, es la democratización de la fotografía”, explica Morin. Lo malo es que con la nueva sociedad, la fortuna de los Lartigue había caído en picado.
Por ello, el fotógrafo trabaja para revistas y recibe encargos de la célebre agencia Rapho, la primera de fotoperiodismo que se había creado en Francia. De esa segunda etapa en color es, por ejemplo, un reportaje a Picasso en una corrida de toros en Vallauris en 1955. “La primera vez que se conocieron no congeniaron”, apuntó Morin, aunque hubo una segunda ocasión para acercarse. Aunque si hay una figura protagonista en esa parte del recorrido es Florette, la guapa y elegante esposa de Lartigue (la tercera), a la que aprovechó como modelo en playas, piscinas, en un jardín exótico o la icónica foto de ella de pícnic en la nieve junto a un Citroën 2 CV, tomada en 1965... Viéndola uno parece escuchar de fondo una melodía de Henry Mancini.
Junto a estas estampas personales, hay muestras de su labor como fotoperiodista, ya sea una peregrinación a Lourdes, una carrera ciclista, el trabajo de estibadores en un puerto o como fotógrafo oficial de la boda de Raniero con Grace Kelly en Mónaco, en 1956. Todo siempre compuesto con sencillez, en su mayoría en formato cuadrado y en sutiles rojos, azules o verdes. En 1963, con 69 años, le llega el gran reconocimiento internacional con una gran exposición que le dedica en Nueva York el MoMA, en la que se le encumbra como un inventor de la estética de lo instantáneo. Es el momento en el que, como recordó la comisaria Perceval, Lartigue dice de sí mismo que “ya no es un amateur”. A esta exposición le sucederán unas cuantas más.
La última etapa del montaje muestra una gran pantalla dividida en dos mitades. En reproducción simultánea, por una pasan fotos de las calles y habitantes de París de las primeras décadas del siglo XX, que se comparan con otras de Nueva York con motivos similares, tomadas en los setenta, pero en las que se aprecia que la mirada y la composición de Lartigue seguían siendo las mismas, aunque con el añadido del color. “Una reinterpretación de su obra que no sabemos si hizo consciente o inconscientemente”, analiza Morin. Lartigue dejó su feliz mundo a los 92 años. Fue en 1986, en Niza, no podía ser un lugar más chic para quien afirmó de las imágenes que pueden verse en su exposición que “el color es lo mejor para expresar el encanto y la poesía de la vida”.
Babelia
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