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ENTREVISTA

Carrère: “El cristianismo es un invento revolucionario”

En 'El Reino', el escritor indaga en la vida de los primeros cristianos, reinterpreta los evangelios y revisita un perturbador capítulo de su vida: los tres años en que descubrió la fe

Álex Vicente
El escritor Emmanuel Carrère.
El escritor Emmanuel Carrère.Audoin Desforges

Llegó sin previo aviso. Durante tres años, hace más de dos décadas, Emmanuel Carrère (París, 1957) descubrió qué era la fe. Sumaba entonces poco más de treinta años y nada iba bien en su vida. Incluso comentó a su psicoanalista la posibilidad de poner fin a sus días. “El suicidio no tiene buena prensa en nuestra época, pero a veces puede ser la solución”, le respondió. “Si no, también puede vivir”. Optó por lo segundo, pero acudió a la religión buscando refugio y consolación. La experiencia no duró demasiado, pero caló hondo. Carrère empezó a acudir a misa, se volvió a casar por la Iglesia y bautizó a unos hijos ya mayores. A partir de esa vivencia, el escritor firma ahora El Reino (Anagrama), nuevo híbrido entre ficción, ensayo y memoir en que analiza su conflictiva relación con lo religioso, además de narrar la aparición de “esa pequeña secta judía que terminará convirtiéndose en el cristianismo” e incluso reexaminar el contenido de los evangelios. El escritor, que logró vender 250.000 ejemplares del libro en su país, se confesó en su domicilio parisiense –un gran apartamento decorado con muebles de diseño de los cincuenta y situado en la revalorizada colonia africana de Château d’Eau– sobre lo que le impulsó a escribirlo.

PREGUNTA. Igual que Una novela rusa y De vidas ajenas, el libro parte de una experiencia personal que termina provocando que su percepción del mundo se tambalee. ¿Por qué quiso regresar a ese capítulo de su vida?

RESPUESTA. Existe una diferencia fundamental respecto a esos dos libros. En realidad, cuando escribí El Reino no quise partir de lo vivido, ni pretendí en ningún momento revisitar el periodo en que fui creyente. Eso llegó un poco por casualidad. Mi idea era consagrar un libro a los primeros años del cristianismo y la naturaleza de los evangelios. Fue al sumergirme de nuevo en su lectura cuando recordé haberlos leído muchos años atrás como creyente y devoto. Durante tres años, comenté los evangelios a diario en una serie de cuadernos. Al abrir esos diarios, entendí que tenían que formar parte de este libro. Decidí establecer un diálogo entre la lectura del creyente que fui una vez y la del no creyente en que me he convertido.

P. Invierto entonces mi pregunta: ¿qué le impulsó a revisitar los evangelios e incluso a practicar la exégesis del Nuevo Testamento?

R. Hace diez años me propusieron escribir una serie sobre gánsteres para la televisión francesa. Respondí que no, porque no me interesaba el tema, aunque sí el medio de expresión: era aquel momento, allá por 2005 o 2006, en que todos creíamos que la mayor creatividad narrativa se encontraba en la televisión. Me pidieron que les hiciera otra propuesta. Se me ocurrió hablar de las primeras comunidades cristianas, unos cincuenta años después de Jesucristo. Me llevé el Nuevo Testamento de vacaciones y lo encontré fascinante, hasta el punto que abandoné la idea de la serie y preferí escribir un libro. Sin embargo, tardé muchos años en encontrar la forma. La verdad es que me ese capítulo me resultaba embarazoso…

La religión ha hecho mucho daño, pero también muchas cosas buenas”

P. ¿Por qué motivo?

R. El proyecto me obligaba a regresar a una época que fue muy dolorosa, por todo tipo de razones. Las cosas me iban muy mal. No cometí ningún crimen por abrazar la fe, pero me sentía avergonzado al releerme. Había en mis textos una profesión de fe cercana al fundamentalismo. No porque quisiera dañar a los infieles, ni mucho menos, pero sí en otro sentido: me convencí de que esos textos traducían verdades fundamentales que se dirigían personalmente a mí, con la intención de salvarme. Ante cada verso del evangelio, me preguntaba: “¿Qué intenta decirme Dios?”.

P. ¿Cuál había sido, hasta entonces, su educación religiosa?

R. De pequeño me bautizaron e hice la primera comunión. Fui a misa entre los 8 y los 12 años, y luego seguí yendo por Navidad y Pascua, siendo la familia de mi madre [la académica Hélène Carrère d’Encausse, gran especialista de la historia rusa] de confesión ortodoxa. En cualquier caso, no tenía ninguna importancia para mí. No me interesaba en absoluto. Nunca viví la religión de forma opresora ni sufrí a causa de ella, como sí le sucedió a mucha otra gente. Durante los primeros 30 años de mi vida, fui plenamente ateo. Para mí, la teología era solo una rama de la literatura fantástica, como solía decir Borges. Fue al sentirme bloqueado y hundido cuando busqué una solución en la fe, inspirado por el ejemplo de mi madrina Jacqueline, que fue una gran cristiana. Protagonicé entonces una conversión bastante voluntarista y crispada, vista con distancia. Por eso no duró.

P. ¿Para qué le sirvieron esos tres años?

R. Me hicieron conocer una dimensión esencial de la experiencia humana como es la fe. Pese a no ser creyente, no logro ignorar que una gran parte de la población mundial sí lo es. Desconocer esa manera de ver el mundo es como estar amputado de una experiencia humana extensamente compartida. No creo, sin embargo, que la fe sirva para consolar sus penas. Ni tampoco soy sensible a la promesa del más allá, que ni siquiera aparece en los evangelios. Sigo prefiriendo una lucidez triste que una ilusión feliz. Lo que sí me gustó del cristianismo fue la capacidad de olvidarse a uno mismo, de conducir un movimiento en dirección al otro y de provocar una pasmosa inversión de los valores dominantes.

Ante cada verso del evangelio, me preguntaba: ‘¿Qué intenta decirme Dios?’"

P. Francia es uno de los países más ateos del mundo: solo el 25% de los ciudadanos se dicen creyentes. En España, el 73% de la población se califica como católica, pero solo un 10% practica la religión. En el viejo continente, ¿la fe está en vías de extinción?

R. Por lo menos en mi país, está claro que la fe se encuentra en un proceso de deceleración irreversible, si dejamos al margen las formas más extremas e identitarias que conducen al terrorismo. Dios es una palabra que ya no nos dice nada. Y, a la vez, han aparecido nuevas formas que empiezan ocupar el espacio que solía pertenecer a Dios. Hablo de toda la nebulosa new age, el interés por las religiones orientales, las artes marciales y las disciplinas como el yoga, que yo también practico. Podemos reírnos de ellas, porque a veces resultan algo ridículas, pero no me parece mal que sustituyan a formas religiosas más caducas. Si le digo la verdad, me parece incluso deseable.

P. Pese a todo, subsisten grupos minoritarios de perfil ultracatólico que se han convertido en poderoso contrapoder y defienden fogosamente sus valores.

R. Tiene razón, pero la asociación entre cristianismo y conservadurismo siempre me ha resultado muy misteriosa. En el fondo, me parece una aberración total. ¿Existe alguna doctrina menos conservadora en lo social y lo político que el cristianismo, que es una de las cosas más rebeldes y revolucionarias que haya inventado el hombre? Como decía Bernanos, es una locura que, con el programa que contiene el evangelio, el cristianismo se haya terminado convirtiendo en la bestia negra de los hombres libres.

P. En El Reino plantea una hipótesis que considera “sacrílega”: la posibilidad de que parte de los evangelios sea ficción pura.

R. Hace veinte años me habría indignado si alguien hubiera dicho algo así. Le hubiera tratado como un cretino que intenta hacerse el interesante. Hoy, en cambio, me parece altamente probable. Al leer el Evangelio según San Lucas, intuyo a un escritor detrás del texto. No me sucede con Marcos o Matías, con están más descosidos, pero con Lucas sí intuyo una personalidad de escritor. La propia redacción de los evangelios se enmarca prácticamente en la multiplicidad de puntos de vista de la literatura moderna. Es algo por lo que la Iglesia merece ser ensalzada: en lugar de ceder a la tentación de reducir las distintas versiones a una sola, esa Iglesia primitiva prefirió mantener las cuatro principales. Supongo que fue por honestidad, pero también por intuición literaria: cuatro voces sobre una misma historia suman más que una sola.

P. Cuando publicó El adversario (2000), le pegaron la etiqueta de “periodismo literario”. ¿Es una categoría en la que se reconoce?

R. Esa etiqueta no me molesta en absoluto. El método periodístico es bastante importante en mi escritura. Libros como Limonov surgieron de reportajes periodísticos. No veo grandes diferencias entre mis libros y mis reportajes. Diría que forman parte de lo mismo, solo que algunas veces ocupan 30 páginas y otras veces, 500. Con El adversario encontré una forma híbrida entre ficción y no ficción en la que me sentí muy a gusto. Por eso no la he abandonado. Pero no existe en mí ninguna posición ideológica contra la novela. No es como si la considerara una forma literaria caducada, ni nada de eso.

P. ¿Qué modelos tuvo para encontrar ese híbrido? ¿El nuevo periodismo le ayudó?

R. Mi único modelo fue A sangre fría de Truman Capote, que me parece magistral. Y, a la vez, solo pude encontrar mi propia voz literaria al alejarme de ese modelo. Nunca me convenció que estuviera escrito en tercera persona. Cuando el autor está tan presente en un libro, lo mejor es que dé la cara.

P. Así sucede en El Reino. Actúa usted de autor, de narrador, de protagonista e incluso de exegeta. Ante esa acumulación de roles, le han acusado de narcisismo. ¿Qué hay de cierto?

R. Por supuesto, como individuo debo de ser algo narcisista y vanidoso. Pero no como escritor: era imposible no escribir este libro en primera persona, porque estoy formulando hipótesis a título personal. Me parece incluso una forma de humildad, por contradictorio que parezca. Es una forma de decirle al lector: “Debes ser consciente de que esta es solo mi verdad, y no la verdad absoluta”.

Escribir en primera persona es una forma de humildad”

P. Tras 15 años de ficción y 15 de no ficción, ¿qué le espera ahora?

R. No tengo la menor idea. No he escrito nada desde El Reino, salvo un guion. No tengo ningún proyecto de libro a la vista. Necesito esperar un tiempo, hasta que surja otra cosa. Cuando era más joven vivía estos momentos de incertidumbre con gran angustia, pero ahora ya no sufro. Sé que terminará surgiendo otra cosa. Lo que está claro es que la forma híbrida que he utilizado desde El adversario está agotada.

P. ¿Le sería posible dedicarse exclusivamente al cine y la televisión?

R. Lo dudo. Diría que mi verdadero talento consiste en construir frases. Aunque suene muy enfático, escribir novelas se enmarca en una práctica artística, mientras que firmar guiones es más parecido al artesanado. Me gusta y lo hago con gran orgullo, pero sé que terminaré echando de menos la dimensión artística de escribir un libro. No por vanidad, sino porque me parece una experiencia vital y sé que no lograré evitarla indefinidamente.

P. “El Reino no es el más allá, sino una dimensión de la realidad que, la mayor parte del tiempo, nos resulta invisible”, escribe en el libro. Pese a que ya no crea, ¿sigue siendo capaz de percibir esa dimensión paralela?

R. Sí. Se trata de una percepción distinta de la realidad. Es como si solo viéramos la realidad cerrada y, de repente, se nos abriera una puerta que nunca habíamos detectado. El escritor François Cheng lo denomina l’ouvert (“lo abierto” o “la parte abierta”). El evangelio constituye un mapa bastante preciso de ese lado de la vida.

Asociar el cristianismo con lo conservador es una aberración total”

P. ¿Se plantea volver a creer algún día?

R. No. Por lo menos, no de la misma manera. En cualquier caso, no estoy diciendo que el caso esté cerrado. Este es el único de mis libros que podría reescribir dentro de veinte años, si es que llego a vivir tanto tiempo. Estoy convencido de que, cuando lo relea en un par de décadas, sentiré la misma perplejidad que ante mis diarios integristas del pasado. Estudiar los evangelios es como exponerse a una irradiación. Incluso cuando dejamos de someternos a ella, sigue haciendo efecto en nuestro interior. Con todo, tampoco diría que intento aplicar los evangelios en la vida diaria. Eso serían palabras mayores. De hecho, los evangelios son maximalistas y bastante inaplicables. Si funcionan, es solo como aspiración o utopía. Pero, incluso así, si un día desaparecen, me parecerá catastrófico para nuestra sociedad.

P. ¿En qué sentido?

R. Cuando dejamos de lado cosas que no tienen sentido, como la virginidad de María o que Jesús sea hijo de Dios, el cristianismo se puede resumir en una idea muy simple: existe más verdad entre los débiles que entre los fuertes. La religión ha hecho mucho daño, pero también muchas cosas buenas. No es como el nazismo, que solo logró hacer daño… bueno, y tal vez unas cuantas autopistas [risas]. Por mucho que nos esforcemos, no podemos decir eso de ninguna religión. He escrito sobre el cristianismo porque es la que conozco mejor, pero podría haberlo hecho con el islam o el hinduismo y el resultado hubiera sido parecido.

P. “Existe en el interior de cada uno de nosotros una ventana con vistas al infierno”, escribe en el libro. ¿En qué estado se encuentra esa ventana?

R. Sigue estando ahí, pero ya no paso todo el día pegado a ella, como hice durante siete años seguidos, en esa época tan difícil en la que escribí El adversario. En todo caso, esa ventana todavía existe, y de nada sirve ponerle cortinas.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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