Los ricos no son como nosotros
En las fotos, a Rafael del Pino se le ve ensimismado, con un principio de sonrisa en la cara, con una serenidad solo matizada por una sospecha de displicencia, que es probablemente la que le despierta nuestra vulgar humanidad, ahora encrespada contra él
Los ricos no son como nosotros. Parece que estas palabras nunca se las dijo Scott Fitzgerald a su desleal amigo Ernest Hemingway, y que por lo tanto éste no le dio la respuesta terminante de la que después se envanecía: “Desde luego. Tienen más dinero”. Cuando se conocieron en París, en los primeros años 20, Scott Fitzgerald estaba en la cumbre de una celebridad más mundana que literaria, y Hemingway era un aprendiz que supo aprovecharse de su apoyo generoso. Cuando se cambiaron las tornas, y Fitzgerald sucumbió a la desgracia y fue hundiéndose poco a poco en el descrédito y la ruina, el antiguo discípulo, ahora triunfante, lo trató con arrogancia y desdén, y lo ridiculizó por escrito. Es en una novela corta de 1936, Las nieves del Kilimanjaro, donde Hemingway pone en boca de “el pobre Scott Fitzgerald” esa afirmación sobre los ricos, acusándole de un “deslumbramiento romántico” hacia ellos. Fitzgerald se sintió humillado al leer el relato, y le mandó a Hemingway una carta digna y dolorida. “Ernest escribe con la autoridad del éxito”, dijo después; “yo escribo con la autoridad del fracaso”. De cualquier modo, los dos conocieron de cerca a los ricos, y ellos mismos llegaron hasta cierto punto a serlo, o a vivir como tales: de una manera atropellada y provisional, en el caso de Scott Fitzgerald; o casándose con una heredera muy rica, como hizo Hemingway, y disfrutando además de un prestigio y un éxito comercial sostenido que Scott Fitzgerald nunca tuvo en vida.
Los dos sabían de qué hablaban, y, las dijeran o no, las dos frases de ese diálogo tienen todo el aire de ser ciertas. Los ricos no son como nosotros. Los ricos tienen más, mucho más, muchísimo más dinero, dinero en cantidades que no hay más remedio que calificar de astronómicas, porque quedan más allá de nuestra capacidad de comprensión. Ahora, más que en ninguna otra época, los ricos son “inmensamente ricos”, y el volumen cósmico de sus fortunas acentúa las diferencias que los separan de nosotros, convirtiéndolos casi en otra especie mutante, tan difícil de observar de cerca para los anticuados Homo sapiens como esos tigres o leopardos fabulosos que viven en lo más inaccesible de las selvas del trópico, o en las laderas del Himalaya. Bien es verdad que, a diferencia de los ricos, los soberbios felinos cazadores están en peligro de extinción, con sus selvas taladas y sus glaciares derritiéndose poco a poco por el cambio climático. Los ricos se protegen de observadores indiscretos en sus aviones privados, en la intimidad definitiva de los superyates en alta mar, en islas privadas, en paraísos terrenales que tienen la virtud añadida de ser paraísos fiscales.
Cuando uno los observa de cerca, los ricos tienen un aire ausente, distraído, un poco atónito. Ese aire lo captan fotógrafos muy despiertos, dotados del talento instantáneo de los fotógrafos de naturaleza. Lo observo en las fotos que se publican de nuestro rico español más célebre de esta temporada, el presidente de Ferrovial, Rafael del Pino, al parecer la tercera mayor fortuna del país. ¿Cómo será poseer más de 3.800 millones de euros? ¿En qué estado mental lo sume a uno la conciencia de semejante magnitud? En las fotos, a Rafael del Pino se le ve ensimismado, con un principio de sonrisa en la cara, con una serenidad solo matizada por una sospecha de displicencia, que es probablemente la que le despierta, en su lejanía, la masa compacta de nuestra vulgar humanidad, ahora encrespada contra él y su empresa por el cambio de sede a los Países Bajos, a esa Ámsterdam añorada de los canales y de los cafés, de los oros de Rembrandt y los soles de Van Gogh, de las riadas joviales de bicicletas, de las trampas de ingeniería financiera y fiscal calculadas para que los más ricos de los ricos no sufran el desagradable contratiempo de pagar muchos impuestos.
Vi una vez a este hombre, en la presentación de un libro, un encargo de Ferrovial al fotógrafo José Manuel Ballester, en el que yo colaboraba con un texto breve. Recuerdo un salón muy grande, de luz atenuada, un panorama de trajes masculinos grises y azules oscuros en el que sobresalía la melena canosa y revuelta del fotógrafo Ballester. Rafael del Pino se mimetizaba en aquella uniformidad corporativa y al mismo tiempo ocupaba su centro, sin necesidad de énfasis, sin provocar oleadas visibles de sumisión o reverencia, con una impasibilidad de ceremonia vaticana, de figura de sí mismo en un museo de cera. Parecía asentir a algo con toda atención y al mismo tiempo estar muy lejos. Tendía para saludar una mano eclesiástica. Cómo será tener en la cabeza proyectos de construcción de aeropuertos en Extremo Oriente y de redes de autopistas entre Dallas y Atlanta, imaginar flujos financieros que abarcan el planeta entero como corrientes atmosféricas, no descuidar los pormenores decorativos en una mansión con helipuerto en una orilla del Caribe, verse de pronto una mañana en todos los periódicos y todos los noticiarios, a la luz cruda del presente, acusado de deslealtad, de prepotencia, de codicia.
He leído un informe según el cual la opinión común entre los ricos es que la gente en general tiene bastante dinero, y por lo tanto no hace falta que ellos paguen demasiados impuestos. También piensan, incluso cuando han heredado fortunas de generaciones, que ellos se han ganado lo que tienen por sus propios esfuerzos, y que con iniciativa y empuje personal se puede conseguir cualquier cosa en la vida.
La primera vez que yo vi a un rico de cerca fue en Jaén, hacia finales de los años ochenta, en el jurado de un premio, Jienenses del Año, que daba el periódico de la ciudad. Aquel hombre grande y brusco, de pelo gris muy corto y cara aguileña, poseía una cadena de supermercados y era la mayor fortuna de la provincia. Sin ayuda de nadie había puesto en pie un campeonato mundial de ajedrez que atraía a nuestra provincia a los mayores talentos internacionales, a cada uno de los cuales mencionaba por su nombre de pila: Gary, Bobby. Nos dieron a cada uno unos folios en blanco y un bolígrafo Bic de capuchón azul. Mientras los demás —políticos y periodistas locales— deliberaban, aquel hombre me hacía en voz baja observaciones terribles, algunas de ellas sobre nuestros compañeros de jurado. Él conocía bien el mundo, me dijo, con la autoridad del adulto cargado de experiencia hacia el joven que yo era. La vida era una lucha a muerte, sin tregua, sin respiro. El que se quedaba atrás era aplastado. Los fuertes machacaban a los débiles. Era mejor dar miedo que lástima, y engañar que ser engañado. Trazaba rayas o signos en el folio en blanco, como esquemas o ecuaciones que explicaran el horror del mundo, y mordía encarnizadamente el capuchón del bolígrafo. Yo anotaba lo que me iba diciendo. No había visto ni oído nunca a alguien así. Señalaba sin disimulo a los otros miembros del jurado y decía que él tenía dinero de sobra para enterrarlos a todos, y para enterrar al periódico, y para comprarlo y luego cerrarlo si le daba la gana. El capuchón del bolígrafo ya era una pulpa de plástico azul. Dijo que tenía prisa y se marchó a grandes zancadas, más de terrateniente que de ejecutivo, antes de que se terminara la reunión. Sobre la mesa había dejado los folios cruzados de rayas y signos. Sin que yo me diera cuenta, se había llevado mi bolígrafo, con su capuchón intacto, dejándome el suyo mordido y desfigurado, quizás una última lección práctica para mi inexperiencia.
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