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Columna
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El retorno de la barbarie

Una de las cosas terribles de esta guerra es su contribución a destabuizar el choque entre grandes potencias. Se nos han cambiado las tornas sobre las que habíamos pensado los desastres futuros: pierde fuerza el apocalipsis climático y gana el militar

Habitantes de la pequeña ciudad de Borodianka, cerca de Kiev, llevan un ataúd, el pasado 3 de marzo.
Habitantes de la pequeña ciudad de Borodianka, cerca de Kiev, llevan un ataúd, el pasado 3 de marzo.ALISA YAKUBOVYCH (EFE)
Fernando Vallespín

Primer aniversario de la guerra de Putin. Se acumulan reflexiones sobre el desarrollo de la guerra sobre el terreno; se ponderan diferentes escenarios futuros; se da cuenta de las distintas posiciones políticas sobre el conflicto; se informa de cómo ha cambiado la vida de los ucranios ―de cómo ha influido en la de los rusos carecemos de datos fiables―; etcétera. En definitiva, lo que en su día fue percibido como un shock, como algo excepcional y terrible, ha pasado a convertirse en parte de nuestra cotidianeidad. Hemos acabado por digerir lo indigerible, la vuelta al recurso bélico como medio de resolución de conflictos políticos y la crueldad, pérdidas, calamidades y sufrimientos que esto comporta. La aceptación de lo trágico. A partir de ahora no habrá decisiones buenas, nuestra capacidad de elección se limita a optar por las menos malas. De Kant a Hobbes, ahí nos ha colocado esa sacralización putinesca de sus (supuestos) agravios políticos.

Un buen síntoma de este estado de cosas han sido las reacciones al alegato de Habermas, un neokantiano, a favor de las negociaciones. Enseguida se le hizo ver que eso por lo que siempre había apostado, la racionalidad dialógica, que presupone un discurso libre de dominación entre libres e iguales, no encaja con la lógica de la guerra. Aquí decide la fuerza, no la razón. Y que por muy intenso que sea el sentimiento de agravio de Putin no constituye en sí mismo una causa para ceder ante él. La parte del texto del filósofo que ha merecido menor atención, sin embargo, es aquella en la que clama en contra del sufrimiento de las víctimas y cómo este debe ser el principio que regule nuestra acción. Negociar no es temporizar, es aminorar el tormento de los que sufren. Pero ¿por qué hacerlo cuando quien lo ha provocado se muestra inmune ante cualquier aflicción humana y su violencia solo responde al lenguaje de la violencia? Ya ven, un verdadero dilema.

En todo caso, la impresión que deja la resaca de este año del retorno de la barbarie es la de la regresión. Hasta el propio Tucídides: “Los más fuertes imponen su poder, a los más débiles les toca padecer”. Seguimos en eso. Aunque hay también otro giro interesante en la percepción que teníamos de los asuntos humanos. Lo que hasta ahora dábamos casi por sentado, que nuestra capacidad de destrucción iba dirigida hacia la naturaleza, se ha quedado corta. Continuamos enfocándola también hacia el hombre. Es casi inevitable que cunda el pesimismo, más aún cuando sobre el horizonte pende el conflicto en torno a la hegemonía mundial entre China y Estados Unidos. Una de las cosas terribles de esta guerra es su contribución a destabuizar el choque entre grandes potencias. Se nos han cambiado las tornas sobre las que habíamos pensado los desastres futuros: pierde fuerza el apocalipsis climático y gana el militar. Lo malo es que perseverar en este último nos impedirá afrontar con éxito el otro reto. Y ahí es cuando perderemos todos.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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