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De la clase social a la “clase psiquiátrica”

La salud mental se está convirtiendo en un nuevo elemento de estratificación social, que ya es capaz de distinguir a quienes están integrados socialmente de los que no. No es ninguna exageración.

Mural realizado por jóvenes del Hospital de día del Instituto para la salud mental de la Infancia y la Adolescencia de Baleares (IBSMIA) de la mano del artista Abraham Calero.
Mural realizado por jóvenes del Hospital de día del Instituto para la salud mental de la Infancia y la Adolescencia de Baleares (IBSMIA) de la mano del artista Abraham Calero.AYUNTAMIENTO DE PALMA (AYUNTAMIENTO DE PALMA)
Nuria Labari

La salud mental no existe en los colegios y no existe en ninguno de los sistemas de integración del individuo en la sociedad. La única integración social que conocemos es la de estudiar y trabajar. Si eres pequeño estudias, si eres mayor trabajas. Y cuando la vida te duele por el camino, que siempre lo hace, entonces te aguantas. Y cuando no puedes aguantar más, entonces te enfadas, te dañas o te drogas. El resultado de esta ecuación vital es desolador: el suicido se ha convertido en la primera causa de muerte no natural desde 2008 en España, hay un incremento alarmante de autolesiones y prácticas suicidas entre adolescentes y el consumo de tranquilizantes se ha disparado: a partir de los quince años, uno de cada diez españoles los toma. Así que sí, tenemos un problema grave con la salud mental.

Y quien dice salud mental dice capacidad de atender al dolor de los otros, la capacidad de conocer el cuerpo de cada uno, la de consolar a quien se duele, la de aceptar lo distinto (lo “raro”) que hay en cada uno; en definitiva: la salud mental es atender al reconocimiento de lo humano que hay en nosotros. De modo que el sistema está mal de raíz dado que la asistencia solo se ofrece en caso de enfermedad y no como una educación de cada uno en las dificultades de la vida, propias y ajenas. Desde pequeños, estudiamos educación física en el colegio, pero ni una hora de educación psíquica. De hecho, el cuidado y conocimiento de la mente no recibe ninguna atención ni espacio en nuestra sociedad. ¿Qué hacen los niños entonces cuando la vida les pone tristes? Lo que hemos hecho todos: intentan averiguar qué les está pasando. Y buscan ayuda. Pero la ayuda, en un contexto sin ningún espacio de atención a lo mental, solo puede ser profesional.

Y así es como quedamos expuestos a que solo quienes tienen recursos puedan acceder a la curación. Porque, evidentemente, no hay psicólogos ni psiquiatras para todos. Es imposible: no hay sistema que lo resista. La razón es sencilla, no todo el mundo tiene una enfermedad pero todos tenemos una mente que atender y una sola forma de prestarle auxilio: la terapia psiquiátrica o psicológica. Sabemos que la asistencia psicológica reduce los suicidios y que es imprescindible aumentar la asistencia. Pero, al mismo tiempo, solo unas mentes tienen derecho al consuelo y estas son las que se lo pueden permitir. Peor aún, ni siquiera las personas que reciben el tratamiento adecuado pueden integrarse en una sociedad ignorante que aún estigmatiza la enfermedad mental. Así las cosas, dentro de poco la diferencia de clase no será entre ricos y pobres sino entre pacientes y enajenados.

La salud mental se está convirtiendo en un nuevo elemento de estratificación social, que ya es capaz de distinguir a quienes están integrados socialmente de los que no. No es ninguna exageración. Un estudio liderado por el investigador catalán Oleguer Plana-Ripoll y publicado en la revista The Lancet Psychiatry, estima que las personas con trastorno mental grave pierden de media más de 10 años de vida laboral. Y no porque no quieran o no puedan trabajar sino, la mayoría de las veces, debido al estigma que lleva asociado la enfermedad mental en un contexto de ignorancia generalizada donde la convivencia con la enfermedad mental es inviable allí donde es más necesaria, en la educación y en el trabajo.

Al contrario, lejos de integrar a las personas con enfermedad mental, una nueva “clase psiquiátrica” distingue a aquellos con acceso a terapia, consuelo y curación de los condenados a la enajenación (muchas veces sin ser conscientes de ello), la precariedad y la muerte. Una diferencia mucho más cruel que la de las clases sociales porque, a diferencia de las anteriores, la salud mental es algo de lo que se puede responsabilizar a cada individuo. La erradicación de la pobreza aún se entiende desde la socialdemocracia como una responsabilidad de todos, pero la locura es todavía problema y responsabilidad de quien la padece. Primero vienen la culpa y el estigma y después, el abandono más descarnado. Hace unas semanas la psicóloga Belén Hernández denunciaba en este mismo periódico un situación insostenible: “Si no dispones del dinero suficiente para pagar a un psicólogo privado, el suicidio se convierte en una alternativa aceptable. ¿Alguien piensa hacer algo?” Silencio al otro lado.

La respuesta, si llega, lo hará demasiado tarde para muchas personas pues en este momento, España está lejísimos de los estándares europeos en atención a la salud mental. Tenemos seis psicólogos clínicos por 100.000 habitantes en la red pública, tres veces menos que la media europea. Y 11 psiquiatras por cada 100.000 personas, casi cinco veces menos que en Suiza, y la mitad que en Francia, Alemania o Países Bajos. Pero a grandes males, grandes remedios. Aquellos que actualmente formen parte del “lumpen psiquiátrico”, siempre pueden recurrir a las drogas (los ansiolíticos son fáciles de conseguir en atención primaria) o a Tik Tok, que es donde hemos arrojado a los jóvenes a lidiar con su tristeza.

Porque, si eres adolescente, la vida te duele y tus padres no tienen dinero para destinar una media de 240 euros al mes a tu terapia, entonces vas a terminar poniendo nombre a lo tuyo en Tik Tok, donde encontrarás un montón de vídeos protagonizados por chavales de tu edad que te servirán como inspiración para el autodiagnóstico. Y la mayoría de las veces tienen legitimidad para hacerlo, no porque tengan la formación necesaria, sino porque comparten su propia dolencia. Es decir, explican lo que les pasa para ayudar a otras personas a identificar la misma situación. Y así encontramos, por ejemplo, un montón de vídeos que explican el Trastorno de Identidad Disociativo, que lo está petando en esta red y con el que muchos se autodiagnostican, aunque rara vez acierten. Y eso en el mejor de los casos, porque otras veces encontramos la defensa explícita de conductas autolesivas como analgésico del alma en Internet. Los jóvenes están primero desprotegidos (desinformados) después abandonados (sin ayuda vital cuando no la puedan pagar) y por último, envenenados con información psicológica no contrastada a un solo clic.

Y no, no es que nos hayamos vuelto más locos, es que nos hemos vuelto más solos en los últimos tiempos. La culpa no es nuestra sino del individualismo que termina, paradójicamente, por abandonarnos a nuestra (a menudo mala) suerte.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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