La paradoja del liberalismo ‘imperialista’
El expansionismo europeo por África y Asia fue defendido por los intelectuales ilustrados como beneficiosa para los nativos; Tocqueville se dio cuenta de que estaba condenado al fracaso por el rechazo que generaba
Si volvemos la vista al siglo XIX, cuando se gestan las claves de nuestro mundo actual, asistiremos a la aparición del llamado liberalismo imperialista, un imparable movimiento expansionista europeo hacia Asia y África, encabezado por Gran Bretaña. Inglaterra había arrebatado Canadá a Francia, se había asentado en Australia y en la India, invadido Afganistán, intervenido en Oriente Medio, Crimea y China… Francia y Gran Bretaña continuarían disputándose la hegemonía en Oriente y África hasta que entre 1884 y 1885 la conferencia de Berlín legalizó el reparto de territorios.
Alexis de Tocqueville apoyó el expansionismo europeo y es un ejemplo paradigmático de la pretendida ambigüedad del pensamiento liberal de esos años.
Abanderado de la democracia estadounidense, luchador incansable en favor de la abolición de la esclavitud, crítico implacable de la desigualdad racial y del exterminio de los indígenas norteamericanos, fue a la vez un nacionalista eurocéntrico, defensor del colonialismo, del imperialismo y de la guerra de Argelia —con sus razias contra la población civil y la muerte por asfixia de hombres, mujeres y niños en las tristemente famosas enfumades—. Si en el siglo pasado se alabó su lado bueno, hoy predomina su otra cara, que está dando alas a los decolonialistas para incluirle en la lista de pensadores que merecen ir a parar al basurero de la historia.
Pero cuando se acusa a Tocqueville de que su liberalismo no cuadra con su colonialismo y su imperialismo, y de que traicionó los principios liberales, lo estamos contemplando de manera ahistórica desde nuestra óptica de ciudadanos del siglo XXI. La contradicción solo puede despejarse enmarcándolo en su época y en el marco geopolítico europeo entre 1830, cuando Francia inicia la conquista de Argelia, y la década de 1860 (ya fallecido Tocqueville), cuando Europa culmina prácticamente su expansión por Asia y amplía sus dominios en África.
En relación con el colonialismo, Tocqueville adoptó la misma posición que ante la democracia: eran movimientos incontenibles que anunciaban el futuro y que debían ser encauzados. Temía que la sociedad democrática por excelencia, la estadounidense, no aceptara la inclusión de negros e indios. De ello dependía su destino político. Pero la integración de pueblos de culturas distintas no era solo el principal problema de la nación norteamericana, sino un desafío trascendental al que se enfrentaba la democracia en el mundo. ¿Qué ocurriría en Argelia, en la India y en los restantes países a los que llegaría más pronto que tarde el movimiento expansionista europeo?
A ojos de Tocqueville, el colonialismo era beneficioso tanto para los nativos como para los europeos. Eran ideas propias de la época heredadas de la generación anterior, que él compartía con la mayoría de los liberales europeos, los sansimonianos, fourieristas y republicanos de izquierda, convencidos de la preeminencia de la cultura occidental y del deber de los pueblos desarrollados de aportar las luces a los más atrasados, sacarlos de su postración económica y cultural, y conducirlos a la libertad.
En Francia, los planes para colonizar África se sucedieron desde mediados del siglo XVIII auspiciados por sectores de las élites políticas y económicas (fisiócratas, girondinos, “amigos de los negros”) mayoritariamente abolicionistas y partidarios de una nueva política colonial coherente con sus ideales ilustrados.
En 1830, cuando se inició la conquista y colonización de Argelia, los objetivos filantrópicos de la generación anterior (la “misión civilizadora” y el deseo de liberar al país africano del despotismo turco) se sumaban a intereses comerciales, políticos y estratégicos (frenar el amenazador expansionismo británico). Alexis de Tocqueville y Louis Blanc compararon la política colonial con las Cruzadas.
Tocqueville ni se pronunció ni compartió el fervor colonialista de la opinión pública. Solo cuando la presencia francesa en Argelia fue un hecho consumado, alertó de que la ocupación no tendría sentido si Francia no conseguía desarrollar y modernizar el país.
Aunque el colonialismo siempre había tenido detractores, a mediados del siglo XIX (e incluso antes) las esperanzas puestas en él se fueron resquebrajando ante las revueltas de los colonizados y el incremento de la violencia para reprimirlas.
Tocqueville acabó siendo consciente, contrariamente a otros liberales como John Stuart Mill, de que las diferencias entre el pueblo conquistador y el dominado eran insalvables y de que el choque entre ambos pueblos despertaba entre los sometidos sentimientos de odio y pulsiones nacionalistas muy difíciles de encauzar. No creía que una civilización supuestamente superior hiciese necesariamente avanzar a la más atrasada cuando ambas entraban en contacto. En Argelia, el colonialismo naufragó por los errores cometidos por los franceses, pero también por el rechazo que suscitaba entre los árabes y que hizo germinar el nacionalismo musulmán de Abdelkader. Las naciones coloniales generaban relaciones de poder y oprimían a los pueblos dominados incluso en nombre de la libertad y de las luces.
Tocqueville vaticinó muy pronto, en 1847, el probable fracaso de la política imperialista europea, que en el siglo XX generaría las guerras de liberación nacional y el surgimiento de nuevas naciones. Porque no solamente el imperialismo “perverso” encarnado supuestamente por Gran Bretaña (según Louis Blanc), que explotaba a las poblaciones y esquilmaba sus materias primas, hacía aflorar rechazo y odio, sino también el “altruista” y “humanitario”, simbolizado por Francia, que pretendía propagar la modernidad y el progreso.
¿Qué decir ahora de la connivencia entre liberalismo e imperialismo? Los especialistas ofrecen dos lecturas. O bien el liberalismo habría tenido siempre una dimensión imperialista debido a su idea de progreso, su misión civilizadora y su conciencia de superioridad, o bien sus portavoces más relevantes (como John Stuart Mill o Alexis de Tocqueville), al respaldar al imperialismo, traicionaron los valores liberales.
Pero no se puede culpar al pensamiento liberal de una contradicción que reside en el propio imperialismo. Louis Blanc apuntaba que el colonialismo (sinónimo de imperialismo) francés aspiraba a salvar el mundo, no a esclavizarlo, y que Carlos Marx y Gandhi apoyaron en algún momento al Imperio británico. Más tarde, la necesidad del imperialismo de recurrir cada vez más a la violencia ante el rechazo de los colonizados arrinconó el proyecto universalista y la misión civilizadora que lo habían justificado. El imperialismo se alejó así de los objetivos éticos que compartía con la teoría liberal.
Así que sería preferible no hablar de un liberalismo imperialista, sino de un imperialismo liberal, que acabó renegando de los postulados liberales que un día había hecho suyos.
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