Nicaragua sin horizonte
La liberación de presos políticos no debe bajar la presión internacional contra un régimen totalitario
La expulsión a Estados Unidos de 222 presos políticos nicaragüenses ejecutada el jueves pasado sin previo aviso por el régimen de Daniel Ortega supone un ejemplo más del esperpento en el que vive sumido el país centroamericano. Encarcelados de forma arbitraria y sometidos a todo tipo de vejaciones, el destierro de este contingente de opositores en nada se parece a lo que se espera de cualquier régimen mínimamente civilizado. Ortega decidió, en una pantomima legal compartida por el Parlamento, despojarles de su legítima ciudadanía y abandonarles en tierras extranjeras como apátridas. Y a aquellos que rechazaron partir les llegó un aviso claro en la figura del valiente obispo Rolando Álvarez, símbolo de la resistencia en el interior. Tras negarse a subir al avión del destierro, las autoridades judiciales le han impuesto, siguiendo la batuta de Ortega, una condena de 26 años de cárcel por “traición a la patria”, “menoscabo a la integridad nacional” y “propagar noticias falsas”.
La oposición ya no tiene representación en Nicaragua. Ha sido íntegramente expulsada de las instituciones. El pasado noviembre, Ortega se hizo con el control total de la Administración local en los 153 municipios del país. La inmensa mayoría de los periodistas se exiliaron para poder ejercer desde el exterior, mientras el régimen culminó hace meses el golpe contra el diario La Prensa con la confiscación de sus instalaciones. Frente a este rumbo totalitario, es importante que la presión internacional se mantenga y busque el restablecimiento de la democracia. El país ha entrado en una deriva cada vez más peligrosa. Ya antes del fraude electoral que en 2021 les permitió permanecer en el poder, la pareja presidencial dio rienda suelta a una implacable persecución de opositores y periodistas, en una visible norcoreanización creciente del régimen. En esta espiral, vaciar cárceles es, desde luego, un alivio momentáneo para aquellos que las dejan atrás, pero en ningún caso representa un avance democrático sino un nuevo signo de despotismo impune. La comunidad internacional ha de permanecer vigilante y no permitir que estas expulsiones se traduzcan en un cheque en blanco para cometer nuevas tropelías.
También es fundamental que aquellos que han sido tan brutalmente tratados reciban la mayor ayuda posible y que su futuro no quede en tierra de nadie: en ese sentido se orienta la decisión del Gobierno de Pedro Sánchez de ofrecer la nacionalidad española a los desterrados. El gesto da grandeza a la diplomacia española y ha generado en Latinoamérica una ola de aplausos. Proteger a los perseguidos por razones políticas, abrirles las fronteras y ayudar a quienes defienden la democracia en condiciones extremas son objetivos que, más allá de cualquier coyuntura política, definen la altura moral de un país. Hace ya muchos años, cuando en España y Europa campaba la barbarie, decenas de miles de españoles perseguidos fueron acogidos por esos mismos ideales en tierras americanas. Lo deseable sería que este principio rigiera para todos los que buscan asilo, sea cual sea su origen.
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