Aramburu: lo que queda de un terrorista cuando le quitas la pistola
El humor es un espejo que devuelve una imagen patética a quienes se ven como héroes, e ‘Hijos de la fábula’ atiza a los etarras donde más puede dolerles, en el amor propio
A menudo se dice que el humor no tiene prestigio literario (ni de ningún otro tipo), y aunque es una queja llorona e impropia de quien se toma la vida con alegría, algo de eso hay. Que la literatura iba en serio es algo que los suecos empiezan a entender muy pronto, y no suelen dar el Nobel a humoristas. Javier Marías, el español que más veces estuvo en el radar académico de Estocolmo, tenía un humor entre finísimo y carcajeante, pero los críticos se cuidaron mucho de subrayarlo, no les fueran a tomar por frívolos. Cuando un escritor alcanza cierta altura se convierte, lo quiera o no, en una figura muy parecida a un sacerdote, más tirando a episcopal que a párroco de pueblo, y los feligreses pueden tolerar a un cura bienhumorado, pero no van a misa a reírse.
Por eso me rindo ante Fernando Aramburu, encumbrado desde Patria al cardenalato literario. Como Gran Autor de la Tragedia Vasca (hay que escribirlo como se pronuncia, en mayúsculas), de él se esperan revelaciones de profeta. Así habló Aramburu, con la voz de Zaratustra. Pues nada de eso. Acaba de sacar una novela divertidísima, Hijos de la fábula, donde se sacude la sotana con un dúo de personajes cómicos que son, a la vez, Don Quijote y Sancho, el Gordo y el Flaco, Mortadelo y Filemón y Vladímir y Estragón de Esperando a Godot. Dos pringados que se meten en ETA justo cuando ETA se disuelve.
Dirán —y seguramente dirán bien— que Aramburu subraya la tragedia al presentarla como comedia. El humor es un espejo que devuelve una imagen patética a quienes se ven como héroes, e Hijos de la fábula atiza a los etarras donde más puede dolerles, en el amor propio. Además de asesinos, eran ridículos, como demuestra lo que queda de ellos sin armas. En una escena, los protagonistas, abandonados y en la indigencia en el sur de Francia, ensayan atentados. Como no tienen pistolas, simulan que disparan con los dedos a viandantes que no les entienden. A eso quedan reducidos los terroristas desarmados, y eso han sido en el fondo siempre: no gudaris, no mártires, tan solo unos desgraciados.
Pero lo admirable no es que Aramburu se atreva a hacer algo que sus lectores ya sabíamos que hacía muy bien (ser divertido), sino que lo haga después de. Que el escritor se imponga al intelectual, y el humorista, al predicador de homilías. Esto es muy raro y los señores suecos no suelen entenderlo, por eso hay que aplaudirlo más fuerte.
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