‘Hijos de la fábula’, el esperpento de los últimos ‘etarras’ según Fernando Aramburu
El autor de ‘Patria’ se atreve a narrar la tragedia del terrorismo con los recursos del humor satírico y la novela picaresca
Por lo menos desde los cuentos de Los peces de la amargura (2006), la anomalía trágica del terrorismo vasco, su placenta social y la sociedad patológica que produjo han estado en el centro de la obra de Fernando Aramburu, si bien cada vez desde una elaboración literaria distinta y original. Lo fue Años lentos (2012), una metanovela (o prenovela conformada por los materiales preparatorios de un proyecto narrativo) que apuntaba a la ignorancia como cantera del fanatismo, resumida en el consejo del antiguo gudari Julen a su primo: “Aprende mucho, estudia”. Y lo fue Patria, donde un vigoroso y poliédrico realismo recreaba la sobrecogedora fractura de miedo y resentimiento que produjo el terrorismo en Euskadi. Estos Hijos de la fábula están lejos de la complejidad estructural de Patria, de su multiplicidad de voces, de su ineludible interpelación moral. Es, por comparación, una obra menor que trata sobre los adoctrinados en la fábula romántico-esencialista de la ideología abertzale, pero también es una obra felizmente lograda en el registro adoptado por Aramburu: el de la comedia farsesca o, para ser precisos, el del género jocoserio de la sátira menipea.
El tratamiento burlesco y hasta esperpéntico de los dos protagonistas, Joseba y Ander, unos veinteañeros que ingresan en ETA poco antes de que la organización declare el alto el fuego definitivo (en octubre de 2011), no aminora la seriedad con que se alude a la intoxicación doctrinaria de muchos jóvenes idealistas. Sorprendidos por el cese de ETA mientras aguardan en una granja francesa la orden de entrar en fuego, Ander y Joseba deciden continuar la lucha por la liberación de Euskal Herria fundando una banda de solo dos miembros, ellos, cuyo nombre, GDG —Geurea da Garaipena (la victoria es nuestra), tomado de una canción de Negu Gorriak—, será motivo de rechifla (“grupo de gilipollas”) por parte de Txalupa, el etarra de verdad que les dará precario cobijo en Toulouse. El ocioso día a día de esta pareja cómica (digna de una buddy movie) se resuelve con episodios que recuerdan los motivos de la picaresca (el hambre, la búsqueda de amo, la itinerancia e incluso el camino de maduración, por lo menos de Joseba) y que poseen una indudable fuerza cómica. Como sucede en la sátira menipea, aquí se hace escarnio del pensamiento único y monolítico en favor de una visión flexible y dialógica de las cosas, y se presenta a los héroes como memos risibles lanzados a aventuras triviales salpicadas de bufonadas y apremios de lo primario (comida, escatología, sexo).
Con una diestra transparencia técnica, Aramburu manipula sus títeres para mostrárnoslos en su pletórica estolidez. El talde (comando) que forman se entrena para futuras ekintzas (acciones), como está mandado, pero a falta de granadas tiran piedras al río, los ejercicios de tiro se realizan con escobas y los más audaces atentados consisten en birlar un frasco de miel de un supermercado. Significativamente, los dos gudaris empiezan oliendo a gallina, por su vecindad con los pollos en la granja, y terminan con hedor de peregrinos o indigentes cuando, tras un accidentado retorno, vía Zaragoza, llegan a San Sebastián, donde la vida se les muestra en su aplastante y seductora normalidad. Para acompañar ese retorno, Aramburu ha creado un personaje magnífico, el de la vital, casquivana y ultraizquierdista María Cristina, hija de militar, que se declara abertzale aragonesa y ayuda al comando a llegar a Garrapinillos con el objetivo de desenterrar un supuesto alijo de armas. Su aparición coincide con uno de los episodios más simbólicos de la sátira: la paliza que reciben Joseba y Asier a manos de unos hinchas del Toulouse FC, que desahogan en ellos su frustración tras un partido. La tunda —que tiene algo de los porrazos del slapstick— lleva a Txalupa a criticar la violencia gratuita que engendra el fútbol, ¡habría que prohibirlo!, en sangrante contraste con la violencia asesina no gratuita de la banda terrorista.
Joseba teme que la heroica lucha del comando la cuenten escritores “con muy malas entrañas”, premiados y superventas, y les hagan “pasar a la historia como dos tarugos”
Abunda la ironía e incluso la autoironía: creen que alguien tendría que contar la heroica lucha del comando, pero Joseba teme que lo hagan escritores “con muy malas entrañas”, premiados y superventas, y les hagan “pasar a la historia como dos tarugos”, porque lo que les viene sucediendo es —lo admite— “de película del Gordo y el Flaco”. Cabe conjeturar que Joseba asume esa misión narrativa años después, ya curado de ensoñaciones delirantes, y decide narrar en toda la latitud de su absurdo la disolución del último talde de ETA. El estilo abona esta idea: Aramburu ha creado un narrador directo y campechano, de fraseo corto y oral, una voz interna que podría ser (o no) la de Joseba. El desenlace, atinado en el simbolismo de lo que dice y lo que omite, también apunta en esta dirección. El Joseba del futuro (¿de ahora?) puede ya evocar con toda causticidad aquella ingenuidad criminal, aquella fábula que lo corrompió y estuvo a punto de convertirlo en un triste león. Un león de risa y espanto como los yihadistas que el cineasta Chris Morris retrató en 2010 en su película Four Lions. Es probable que haya quien considere que los 11 años transcurridos desde el fin de ETA no son suficientes como para contar la tragedia del terrorismo con los recursos del humorismo satírico, pero nadie estaba en mejores condiciones que Aramburu, tras el duro panóptico sociopolítico de Patria, para hacerlo. Y lo ha hecho no solo literariamente muy bien, sino conectando moralmente con aquella inolvidable novela.
Hijos de la fábula
Autor: Fernando Aramburu.
Editorial: Tusquets, 2023.
Formato: tapa blanda (320 páginas, 20,90 euros) y e-book (10,99 euros).
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