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Pájaros en tierra

En ‘Los vencejos’, su primera novela después de ‘Patria’, Fernando Aramburu teje un brillante artefacto narrativo con un nutrido grupo de personajes en un barrio de Madrid

Fernando Aramburu en una firma de libros.
Fernando Aramburu en una firma de libros.MASSIMILIANO MINOCRI
José-Carlos Mainer

Conviene que el lector de Los vencejos tenga presente el dibujo que figura en las primeras páginas de esta novela: un círculo encierra el nombre de su protagonista, Toni, y de él surgen líneas que lo enlazan con los círculos que corresponden a todos los personajes que vamos a conocer y que, a su vez, también están enlazados entre sí. El artificio podría ser un homenaje a los proyectos narrativos que gustaba de maquinar Georges Perec —pensemos en La vida instrucciones de uso—, pero lo cierto es que ya en su primer relato, Fuegos con limón, Aramburu había armado un artefacto de 600 páginas con muchos personajes, a medias entre el humor, la fantasía y la realidad. Y en su más reciente relato, Patria, ha movido con conmovedora maestría los destinos y las desdichas de otro abultado censo de ciudadanos.

Los vencejos trata de las vidas, manías y andanzas de unos cuantos vecinos de Madrid —padres, hermanos, esposos, hijos o amigos— sobre los que escribe Toni, narrador y protagonista, a lo largo de todos los días de un año entero, al final del cual ha decidido quitarse la vida. Y nadie queda muy bien parado, ni siquiera el narrador, en ese río revuelto de frustraciones cotidianas y de días sin brillo, de malos o medianos recuerdos que el narrador querría dejar atrás con la misma obstinación con la que va desprendiéndose de los libros de su biblioteca (es profesor de Filosofía en un instituto y piensa: “¿Para qué he leído tanto? ¿De qué me han salvado los libros?”), a la vez que lo hace de buena parte de su ajuar doméstico. “Yo me moriré el 31 de julio de 2019, convencido de que no es posible conocer a nadie”.

Al cabo, Toni se equivoca, porque es menos egoísta y más perspicaz de lo que cree. No tienen razón las aviesas notas anónimas y vejatorias que recibe muchos días y que nunca sabremos si vienen de su exmujer, de la mala sombra de un amigo o si las escribe él mismo. No se tiene en gran aprecio, pero ha sido mucho mejor persona que su padre, un viejo militante de izquierdas, bebedor, peleón y cabezota, y mejor que su madre, quien —muerto su marido— se enredó con un viejo millonario. Toni se casó enamorado, pero Amalia y él nunca fueron felices. No puede perdonarle que intentó matar a su perra Pepa, cuando era un cachorro, y menos todavía que Amalia le haya abandonado por Olga, una amante mandona y despectiva que además se instaló en su casa. Tampoco tiene ningún afecto por su hermano Raúl, pero cuando este necesita operar de urgencia a su hija Julia no vacila en prestarle todo el dinero de la herencia de su madre. Y aunque haya sido su mayor decepción, muestra su afecto por Nikita, un hijo de escasas luces, tan violento como desamparado.

Los seres más cercanos a la intimidad del narrador son una perra —­Pepa— de la que una vez quiso desprenderse culpablemente, un primer amor que todavía le sigue queriendo —la entrañable, patosa y desaliñada Águeda— y un amigo atrabiliario y confidente que perdió un pie en los atentados yihadistas de marzo de 2004 y al que desde entonces bautizó en secreto como Patachula. Estos son los personajes más intensos de esta novela que se escribió en el año uno de la pandemia y en la que late el agobio de la circunstancia española en que desembocaron los años finales del Gobierno de Rajoy, las pugnas por formar otro en torno a la geometría variable de la oposición y que tuvieron, de fondo, los ecos de los indignados, los alumbramientos de nuevos partidos, la lucha contra los desahucios y los sucesos que conocemos con el término que acuñaron sus inventores, el procés (a propósito de estos últimos, comenta Toni: “Oíamos lo de Cataluña como quien oye a través de las paredes una riña en un piso de la vecindad y sacude la cabeza en señal de fastidio”).

Tiempos inciertos en los que no ha sido fácil encontrar un asidero. Ni Aramburu pretende dárnoslo aquí… Quizá por hambre de certezas, Toni mira a menudo los vencejos a los que ve volar con una irreprimible sensación de envidia: “Adoro los vencejos. Vuelan sin descanso, libres y laboriosos (…). Si nada se tuerce y mi vida sigue por el camino trazado estaré aquí la próxima primavera cuando ellos regresen”. Los vencejos viven en vuelo la mayor parte del año, salvo los dos meses en que nidifican; lo que no cuenta Toni, su admirador, es que no pueden posarse en el suelo porque lo exiguo de sus garras se lo impide… ¿No son quizá una metáfora de la experiencia colectiva de estos años?

En 2018, justo entre Patria y Los vencejos, Aramburu publicó un excelente Autorretrato sin mí que dice mucho de la pugna entre la autobiografía y la ficción que late tras todas sus novelas. El autor tiene la sensación inevitable de no haber podido vivirlo todo y está lleno de lo que llama “invivencias” potenciales: la sospecha de aquello que pudimos haber sido porque “infinito es el número de las bifurcaciones, pero a la postre el trayecto solo es uno”. No era fácil, tras el éxito de Patria, publicar otro relato tan ambicioso, pero Aramburu atesoraba, sin duda, muchas más de aquellas invivencias y de estas ha surgido el despliegue de Los vencejos, una admirable novela que volará alto y lejos.

Un profesor de instituto, Toni, decide poner fin a su vida y elige una fecha con meticulosidad: dentro de un año. Mientras tanto, cada noche redacta una especie de crónica personal, a ratos dura y descreída, a ratos tierna y humorística. Tras el éxito de 'Patria', Fernando Aramburu relata en 'Los vencejos' (Tusquets, 22 euros) episodios amorosos y familiares a través de un hombre desorientado que vuelca cada momento de su intimidad. Un recuento de sus ruinas que se torna en una inolvidable lección de vida.

Los vencejos

Autor: Fernando Aramburu.


Editorial: Tusquets, 2021.


Formato: 704 páginas. 21,75 euros.



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