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CRÍTICA LITERARIA

¿Cómo se escribe una tragedia?

Así es 'Años lentos', al obra con la que el escritor Fernando Aramburu ha ganado el VII Premio Tusquets Editores de Novela

J. Ernesto Ayala-Dip
Pasaia (Gipuzkoa), en 2000.
Pasaia (Gipuzkoa), en 2000.CHRISTOPHE SIMON (AFP GETTY IMAGES)

En El trompetista del Utopía Fernando Aramburu dibujaba algunos personajes de difícil olvido. No por la nitidez de sus perfiles psicológicos, sino paradójicamente por todo lo contrario: por ese cruce de indeterminación moral, mezcla de desprendimiento y ruindad. En Años lentos, con el que gana ahora el VII Premio Tusquets Editores de Novela, el escritor vasco repite esa arriesgada operación. En realidad, los riesgos son dos. Los hay técnicos y éticos. Crear un personaje y ponerlo en una trágica situación histórica, en el origen de ETA, exige la excelencia de una estrategia narrativa que impida el maniqueísmo moral. Aramburu resuelve con creces la encrucijada ante la cual su novela lo ponía. Incluso estaría por decir que una instancia, la ética, depende no tanto de la voluntad del autor, como de su pericia y sensibilidad para gestionar la sala de máquinas de su relato. Quiero insistir en este capítulo porque me parece que Fernando Aramburu hace recaer en el método de representación que ha ideado para su novela su peso y su eficacia estética.

Ficha

'Años lentos' Fernando Aramburu VII Premio Tusquets de Novela Tusquets. Barcelona, 2012 220 páginas. 17 euros

Que recuerde, no he visto en novelas anteriores del autor la platea y la tramoya expuestas a la vista del lector como se hace en esta. Veamos cómo. Hay una voz que escribe y narra oralmente a un oyente y escritor llamado Aramburu. Éste deberá escribir lo que le narra para ese propósito el primero. El narrador le cuenta a Aramburu cómo su madre reparte a él y a sus hermanos por distintos lugares, dada su extrema pobreza para criarlos a todos. El narrador, que entonces tenía ocho años, va a casa de una tía suya y allí conoce a su primo Julen, unos años mayor. El relato indirecto nos ofrece la falsa impresión de que quien narra es el protagonista, cuando en realidad lo es, para lo mejor y para lo peor, el primo Julen. Eso por un lado. Por otro tenemos a Aramburu, que escribe esbozos, borronea estrategias y elementos retóricos para adaptar el relato del primo de Julen. Ha de ser una novela cuyos parámetros formales coinciden precisamente con los que conocemos y celebramos del Fernando Aramburu real. Y así llegamos a la conclusión de que entre el relato que conocemos del primo de Julen y los borradores de Aramburu para transformarlo en una novela, el lector está en el medio de un proceso narrativo que termina siendo la tierra de nadie de la ficción. Tenemos relato, tenemos el trabajo y las reflexiones de Aramburu pero no tenemos novela. O sea, estamos en la platea y a la vez estamos en la tramoya: pero no tenemos la representación que se nos prometía. Esto es la novela que leemos. Ésta es su arquitectura. Un suelo de ficción en el cual Fernando Aramburu trama una sólida historia familiar con ramificaciones ideológicas, dejando que lo individual sea la única luz humana en contraposición con el dogmatismo y la intolerancia ambiental reinante en esos años a un lado y otro de la sociedad vasca.

La figura de Julen, de quien siempre tenemos noticias indirectas, simboliza en su sola persona la tragedia de un pueblo, el vasco, arrinconado entre dos fuegos. Pero además también simboliza la condición humana en general, como nos enseñó en su día André Malraux. En el fondo Julen es un misterio. Sabemos lo que hace pero nunca estamos seguros de por qué. También tenemos la sensación de que quien nos narra la vida de Julen se beneficia de su influencia más o menos inconsciente. Como si Julen, en su juego con el abismo (formar parte de ETA y luego desligarse enigmáticamente de la banda) le indicara a su inocente primo una pauta de conducta, un sello moral para el resto de su vida. Dije antes que el protagonista de la novela es Julen. El que lo relata, el que lo rescata del anonimato es el mensajero, el niño absorto en lo que intentaba entender. El niño de ocho años que va interiorizando lo que acontece a su alrededor con una rara mezcla de suspicacia e inocencia. A este narrador le debe Julen su extraña vida. Recuerdo un libro de Aramburu titulado El artista y su cadáver. Hay en él un texto que no puedo dejar de relacionarlo con esta novela: se trata de ‘Elogio sentimental de la bicicleta’. Lo relaciono porque en Años lentos unas bicicletitas de juguete son las que estrechan y vinculan emocionalmente para siempre, probablemente más allá de las distancias ideológicas, a estos hermosos personajes: sus particulares rosebud.

Años lentos nos deja al mejor Fernando Aramburu. Los registros cambiantes según los tramos narrativos. La lengua naturalista y el realismo irónico entre Cela y Delibes. La visión siempre esperpéntica. La focalización huidiza para acrecentar la mirada siempre asombrada de los que participan en la tramoya y de los que miramos desde la platea.

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