Arny: un caso de maldad colectiva
Es necesario ver ahora el caso del pub sevillano para observar de qué manera participó un país en el linchamiento de Javier Gurruchaga, Jesús Vázquez, Manuel Rico Lara y Jorge Cadaval
Ser malo en solitario requiere esfuerzo, decisión, empuje. En cambio, ser una mala persona dejándose arrastrar por un brote de maldad colectiva puede ser hasta gustoso: excusados de asumir una responsabilidad que queda diluida podemos relamernos con el espectáculo de la desgracia ajena. Es probable que usted lea estas palabras y se coloque de inmediato al lado de los que jamás harían daño a una mosca; así suele ser, nos creemos libres de pecado y alineados siempre en el equipo de los buenos, de la misma forma que a nuestros hijos los imaginamos como víctimas de acoso pero jamás como acosadores. Procuramos vivir con la conciencia tranquila. Y, sin embargo, las cuentas no salen. Habiendo mala gente que camina y va apestando la tierra, habría que considerar que en algún momento nosotros hemos frecuentado el sendero del mal. Pasa con el caso del pub Arny, que es paradigmático en este sentido. Bajo el título Arny, historia de una infamia, se ha estrenado estos días un documental en el que se narra algo que deberíamos tener fresco en la memoria: la causa que se abrió contra los dueños y los presuntos clientes de un bar gay sevillano en el que supuestamente se propiciaba la corrupción de menores. Nunca se llegó a esclarecer un caso que protagonizó la información seria y la canalla durante más de dos años. No se supo si había detrás alguna movida inmobiliaria o alguna venganza personal, la cuestión es que para animar el morbo se inculpó a personas conocidas que aderezaron un juicio pésimamente instruido, de pandereta, en el que las víctimas fueron, sin duda, los falsamente acusados: Javier Gurruchaga, Jesús Vázquez, el juez de menores Manuel Rico Lara y Jorge Cadaval, que vieron sus nombres manoseados, su honor ultrajado, sus carreras afectadas seriamente, que sintieron un miedo justificado a una turba linchadora y padecieron durante un tiempo depresión severa.
Es necesario ver ahora el caso para observar de qué manera participó un país en el linchamiento. Para comenzar tenemos a la juez instructora del caso, María Auxiliadora Echávarri, que no se sabe si por torpeza o vileza, porque asombrosamente nada se cuenta de ella en el documental, fomentó el alargamiento de la causa cuando ya los testigos acusadores se habían retractado. En segundo lugar, aquel tipo de televisión repugnante que invitaba cada día a presuntos expertos o a esos menores a los que recompensaba con un dinero que dilapidaban en droga antes siquiera de regresar a casa. Vemos el cinismo de los presentadores adoptando un tono de impostada imparcialidad para preguntar a invitados cuestionables a los que, sin ética alguna, habían pagado para alimentar el show. Vemos el circo que se montaba todos los días a las puertas de la Audiencia de Sevilla, el gentío que se acercaba a disfrutar de la entrada de los famosos. Y todo desprende un tufo homófobo. El país moderno y desprejuiciado que nos creíamos en los noventa se relamió al ver enjuiciados a unos hombres que parecían encarnar los estereotipos gays: Jorge Cadaval respondía al mariquita andaluz gracioso, Jesús Vázquez al guaperas triunfador, Gurruchaga pagaba el hecho de haber sido un artista transgresor soportando por tanto el juicio más oscuro y, por último, el juez de menores, Manuel Rico, que no era homosexual, por cierto, y que debió de sufrir la venganza de algún miembro policial.
La miseria y la crueldad fueron colectivas. ¿Cómo librarse de la curiosidad malsana de buscar cada día en el periódico el nombre de algún nuevo acusado? El fin de la historia es bien triste: los chavales que acusaron falsamente, según ellos extorsionados por algún mando de la policía, volvieron a las drogas y al delito. Sus vidas también fueron utilizadas. Las personas célebres acusadas nunca podrán borrar el sentimiento de persecución e injuria, están condenadas a vivir con el ánimo alterado. La masa de gente cruel jamás hará examen de conciencia. Y en cuanto a la judicatura y los medios, ahí siguen, dictando sentencias y opinando con rotundidad. Nunca pagan.
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