El abaratamiento de la intimidad
Como siguiendo los consejos de un libro de psicología baratuna estamos dispuestos a creer que comerciar con cualquier asunto privado nos alivia y nos empodera
Cada vez que una mujer que goza de cierta celebridad afirma que se ha empoderado me echo la mano a la cartera, porque lo que para una persona maltratada, excluida o en posición subordinada significa tomar conciencia de su valor, en el caso de alguien privilegiado se puede convertir en la excusa para arrogarse el derecho no solo a hacer de su capa un sayo sino de exigir el aplauso y la recompensa económica por su presunta bravura. Es curioso cómo palabras concebidas para definir la noble aspiración de reconocer la soberanía de las invisibles de la tierra haya acabado en manos de quien lo tiene todo. El feminismo es, en consecuencia, una buena coartada, un buen escudo. Lo más perverso y lo más estúpido puede ser justificado, celebrado y, sobre todo, tiene la facultad de desviar nuestros ojos de lo que es muy urgente. Podríamos celebrar, emocionadas, la primera huelga de “las niñas” de Zara, como así son llamadas las dependientas, una protesta de la que daba cuenta Begoña Gómez Urzaiz en un excelente reportaje, pero para qué perder el tiempo en algo tan tedioso como un conflicto laboral cuando podemos pasarnos el día discerniendo si el que una cantante de masas haga caja con su divorcio empodera o no a todas las mujeres a las que alguna vez en su vida dejó el novio por otra. Vaya, como progre irredenta que soy pensaba que la vida consistía en que unas veces te rompían el corazón y otras eras tú quien lo rompías. También prevalecía en un tiempo que parece lejano cuánto podías herir a tus hijos si convertías la batalla de tu separación en un circo. Pero la intimidad cotiza al alza y hoy todo está en venta: el pene congelado de un príncipe, el maltrato convertido en un show nocturno que se vende como una manera de agitar la conciencia ciudadana, o la vuelta de tuerca por la cual la amante de un rey se erige como heroína que amplió las libertades de las mujeres en un país pacato. Si todas estas aventuras se contemplaran como parte del show business tendrían la gracia del cotilleo rosa, pero cuando se toman prestados de manera tramposa conceptos que definen problemas muy graves y se manosean y se rebajan y cuentan, además, con analistas que se prestan a colocar en primera línea del debate lo que no deja de ser un salseo mediático es desolador.
Hay además un descrédito del pudor. El pudor se considera algo antiguo, reaccionario incluso, innecesario. Incluso hay quien cree que el pudor es una construcción cultural, una imposición de los padres; hasta tal punto desconocen que los niños conciben el pudor como una parte de su desarrollo, como un camino hacia su independencia, y no hay nada más sagrado que el respeto por el pudor que pueda sentir una criatura cuando comienza a tener conciencia de su cuerpo. Pero está la vida pública muy deteriorada: si cuentas en tu haber con algo escabroso que contar, ¿por qué no hacerlo? ¿y por qué no elevar una estupidez a debate sociológico? Quienes entendemos que toda experiencia íntima debe ser procesada antes de que se convierta en algo digno de ser contado estamos desfasados. Leo en Horas de invierno, un libro memorialístico de la gran poeta de la naturaleza, Mary Oliver, un párrafo que me concierne y me toca hondo cuando habla en voz tenue del amor por su pareja: “M. y yo nos conocimos a finales de los años cincuenta. Para mí fue como una nueva adolescencia: escalofríos y zumbidos. Certeza. Llevamos más de treinta años viviendo juntas. Prefiero no contar mucho al respecto. La intimidad, tan poco valorada ya en este mundo, sigue siendo una cualidad lógica y razonable del paraíso”.
Como siguiendo los consejos de un libro de psicología baratuna estamos dispuestos a creer que comerciar con cualquier asunto privado nos alivia y nos empodera. No veo que se hable nunca de la dignidad perdida.
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