Sinatra, paradigma del hombre despechado
Al no conseguir el puesto que ambicionaban, los hombres de poder se sienten arrinconados y buscan cobijo en el adversario. ¿Responde esta reacción a una ideología o al despecho?
Strangers in the night fue uno de los primeros singles que mis padres compraron con el tocadiscos, así que la voz de Frank Sinatra me sonaba casi a villancico cuando en 1986 cantó en el Bernabéu. Como chica de la radio que era, con otra música en mis programas y en mi corazón, veía aquel concierto con irónica distancia generacional. Recuerdo haber hecho alguna gracieta sobre los peluquines que el cantante adquiría en una tienda de la Gran Vía. Por fortuna, el juvenilismo, un virus que se contrae en la juventud, se cura con el tiempo. Esta semana vi en la 2 un documental, Sinatra, todo o nada, y aunque creía saberlo todo sobre esta voz que lleva acompañándonos la vida entera, una serie de imágenes poco conocidas y una narración a bordo de sus propias palabras me ofrecieron otra dimensión del personaje, también de algo que este tiempo nos ha revelado sobre los hombres y el poder. Tres ideas se me pasaron por la cabeza al recorrer su vida en este espléndido trabajo de Alex Gibney. La primera de ellas es que a menudo, si no siempre, es el corazón (o el intestino) el que rige esos principios ideológicos que exhibimos con tanta pasión. Sinatra encarna, casi como si se tratara de un cliché, al italoamericano de origen humilde, encantador y colérico, chulo y romántico, que desea cruzar el río que le separa de Manhattan para triunfar en esa ciudad en la que, como dice la canción, si triunfas podrás triunfar en cualquier parte. Él tocó la gloria y, ostentando el trono de rey de baladas, se codeó con los bajos fondos y con el poder, que a menudo se cruzaban. Respaldó a John F. Kennedy en la presidencia pero luego fue expulsado de Camelot al considerar Robert Kennedy que su poco disimulado coqueteo con la mafia les perjudicaba. El cantante se sintió entonces profundamente herido y ese despecho le fue empujando hacia el bando contrario, hasta que encontró la baza de apoyar a Ronald Reagan en sus inicios como gobernador de California. Harry Belafonte pensaba, con gran perspicacia, que esa deriva no respondía a un discurso político sino a la furia que le había provocado ser apartado de un ambiente al que, ingenuo, había creído pertenecer. Creo que la explicación de Belafonte no solo puede aplicarse a un cantante de masas, como fue Sinatra, sino a tantos hombres de poder que conocemos, aquí y ahora, que al no conseguir el puesto que ambicionaban se sienten arrinconados y buscan cobijo en el adversario. ¿Responde esta reacción a una ideología o al despecho?
Con la misma ira respondió el cantante a la irrupción del rock and roll: temeroso de que su época hubiera pasado se dedicó a odiar en público la nueva música, como si el rencor pudiera amortiguar el golpe, paliar el furioso sentimiento de exclusión que le embargó. No tuvo paciencia para comprobar que, tras esa típica fase de entrega de los fans propia de todos los cambios culturales, en el parnaso de la música, ese espacio en el que conviven los vivos y los muertos, acaba habiendo sitio para todos. Pero Sinatra no estaba dispuesto a compartir el territorio conquistado con nadie y aquel enfado, agresivo y malencarado, aún le definió más como un hombre desfasado y poco generoso. ¿Luchaba contra una música que le parecía una mierda o era el despecho que sentía al perder el reinado?
Y aquí está el tercer pensamiento que tuve. Fue al ver las fotos de la boda de Sinatra con Mia Farrow. Él, 49 y ella, 21. Él, curtido en mil batallas y en mil botellas; ella, entonces, angelical. No solo se trataba de la diferencia de edad sino de la disonancia generacional: les separaban 30 años en los que la sociedad experimentó un brutal cambio de mentalidad. Un romance condenado al fracaso. Y yo me preguntaba, ¿de veras él se enamoró o necesitaba demostrarse a sí mismo que podía cazar la presa más dulce?
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