La oposición, al asalto
Ataques como los de Brasilia y Washington no serían posibles si no se hubiera producido una perversión de los conceptos y del discurso político
El asalto al Capitolio de Estados Unidos y el asalto a los edificios institucionales de Brasilia tienen muchas similitudes. Básicamente, se trata de la ira de los perdedores, alentada por quienes acaban de abandonar el Gobierno, que no tienen una estrategia clara para recuperarlo y que podrían malograr de este modo sus posibilidades de volver. Si eran golpes de Estado, no han sido muy exitosos y más que amenazar a las instituciones democráticas han debilitado una posible alternativa. ¿Cómo se pierden unas elecciones sin perder la posibilidad de ganarlas en el futuro?
Hablamos mucho de las propiedades que exigimos a nuestros gobernantes y apenas pensamos qué es exigible a quienes no ganaron las elecciones. La oposición es uno de los agujeros negros de la democracia, donde nadie mira, a la que no se dirigen demandas específicas y no sabemos muy bien para qué sirve, pero sin la cual el engranaje de la democracia no puede funcionar correctamente. Como en muchos otros aspectos de la vida, solo hay manuales para ganar y nadie te prepara para gestionar bien la derrota. La democracia necesita gobernantes competentes y gobernados críticos, pero también requiere perdedores a la altura de la situación. Un buen perdedor es aquel que reconoce la legitimidad de quien ha ganado y juega sus cartas en la oposición sin poner en peligro los procedimientos que le permitirían volver a gobernar.
Puede haber victorias ilegítimas debidas a fraudes electorales y también puede darse el caso de gobiernos que hagan cosas ilegítimas e incluso que se deslegitimen completamente, aunque para juzgarlo están los organismos competentes, no la oposición, a la que únicamente correspondería en ese supuesto presentar la denuncia correspondiente. En Estados Unidos y Brasil, las autoridades encargadas de supervisar los resultados de las elecciones han acreditado las victorias de Biden y Lula. Las revueltas subsiguientes no son justificables por una trampa que pudieran objetivar en una acusación, sino a la mera insatisfacción con el resultado. Se da la paradoja de que hay en amplios sectores sociales una creciente incredulidad en el funcionamiento ordinario de las instituciones y una desmesurada credulidad ante cualquier explicación conspiratoria. Esta situación pone de manifiesto la naturaleza paranoide de nuestras sociedades, escépticas frente a la normalidad institucional y dispuestas a creerse cosas más increíbles que el hecho de que las cosas funcionen correctamente.
Podríamos explicar los asaltos de Washington y de Brasilia con reproches morales, recordando qué malos son los malos, su fanatismo y su disposición a la violencia; siendo esto cierto, resulta a mi juicio más provechoso analizarlo en el contexto de la actual cultura política. Propongo algunas claves que podrían ayudarnos a entender mejor este fenómeno.
En primer lugar, todo esto no sería posible si no se hubiera producido una perversión de los conceptos y del discurso político. La pretensión de los populistas de hablar en nombre del pueblo les incapacita para aceptar los procedimientos democráticos, establecidos precisamente para impedir que nadie —ni la mayoría triunfante ni la minoría derrotada— lo represente en su totalidad y para siempre. En una democracia, el pueblo es el soberano sí, pero plural, representado parcialmente por los agentes políticos, activo tanto en las mayorías que gobiernan como en las minorías que construyen las alternativas al Gobierno vigente.
En segundo lugar, habría que referirse a una impaciencia que obedece a la aceleración estructural de nuestras sociedades. Antes, con ritmos políticos más lentos, quien perdía unas elecciones sabía que gozaría de nuevas oportunidades en el futuro. Hoy, hemos tensado tanto nuestras demandas de éxito que partidos y electores apenas conceden nuevas oportunidades; al primer fracaso se declara agotado el liderazgo y se lo remplaza. Vivimos en una cultura de la urgencia, de la satisfacción inmediata y las recompensas en el corto plazo que está abreviando despiadadamente la vida política de los candidatos.
Una derivada de esta aceleración es considerar el mandato político como una especie de “última oportunidad” que ha de aprovechar quien gobierna y que debe impugnar quien está en la oposición. Esta prisa explicaría algunos errores de los que han ganado, que gobiernan como si no hubiera un mañana, y de una oposición que actúa confundiendo la construcción de una alternativa con la destrucción de la mayoría gobernante. Se instala así la sensación de que en un mandato electoral se puede hacer cualquier cosa, generando unas expectativas en quien gobierna tan exageradas como los temores de la oposición. Unos y otros parecen desconocer las limitaciones de la acción de gobernar en una sociedad compleja y con constricciones de diverso tipo.
El encarnizado combate político se desliza así con facilidad hacia la descalificación del otro como inelegible, no simplemente como una opción legítima pero peor. El peso de la prueba de la ilegitimidad debería estar en quienes acusan y no en quienes cumplen con la legalidad vigente y han configurado una mayoría suficiente. Por supuesto que puede haber decisiones del Gobierno que se sitúen fuera de la legitimidad constitucional, aunque para declararlo hay órganos competentes, no precisamente la oposición, a la que solo correspondería presentar la correspondiente denuncia. En nuestro caso concreto, creo que la cultura política comenzó a estropearse cuando, sin ningún reproche de los organismos encargados de la vigilancia constitucional, ciertos partidos o gobiernos fueron acusados de actuar al margen de la Constitución (a pesar de que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional acogía en el marco del juego constitucional a partidos que se proponían objetivos políticos contrarios a la vigente Constitución, como la república o la independencia de alguno de sus territorios). El creciente uso del calificativo “constitucionalista” para restringir el radio de los actores legítimos y excluir a otros revela un uso grotesco de las categorías políticas. ¿Qué Constitución es esta que permitiría gobernar contra ella misma? O las críticas de la oposición son exageradas o la Constitución es muy mala y no merece ser defendida...
Si me parecen poco útiles los análisis que recurren demasiado a las categorías moralizantes, tampoco confío mucho en que las exhortaciones puedan conseguir que vuelvan a la moderación los políticos seducidos o presionados por el extremismo. La única solución es que los conservadores descubran por ellos mismos los riesgos asociados a mantener determinadas posiciones. ¿A quién beneficia la radicalización de las derechas? Probablemente a Biden, Lula y tal vez a Sánchez.
Los gobiernos resisten bastante bien a una mala oposición; quien se desgasta más es la propia oposición. El primer deber de la oposición es conseguir que la opinión pública perciba como insólito al Gobierno y no le parezca insólito que la oposición pueda arreglar el supuesto desastre. La oposición forma parte del sistema y se neutralizaría a sí misma si pensara o actuara con una lógica similar a quienes actúan fuera de él. Esto tiene un efecto disciplinante para el modo de plantear la confrontación democrática. Una oposición que deslegitima al Gobierno sin ninguna moderación puede terminar careciendo de argumentos creíbles para rechazar las formas injustificables de hacerle frente (como la violencia) y, de paso, situarse fuera de la credibilidad política que necesita para volver a gobernar.
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