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tribuna
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El colonialismo y sus alrededores

La literatura es incómoda porque siempre está rebelándose contra los relatos impuestos, introduciendo el disenso, dando una versión de la historia común que es discordante o insumisa

Juan Gabriel Vásquez 5 enero
Eva Vázquez
Juan Gabriel Vásquez

En las primeras páginas de A orillas del mar, la novela de Abdulrazak Gurnah que leo por estos días con admiración y retraso, uno de los narradores medita sobre la relación que su país africano tuvo con los colonizadores británicos. Recuerda la educación de su niñez, recibida en la lengua de los colonizadores, y recuerda la impresión confusa que esa educación le produjo. Era, nos dice, algo parecido a la admiración por los colonizadores, que habían llegado con tanta seguridad a estas tierras para hacer en ellas cosas importantes que los colonizados ignoraban: curar enfermedades, por ejemplo, o volar aviones. Pero luego piensa que admiración no es la palabra. Lo que sentía —lo que sentían los niños como él, educados en ese sistema— era más parecido a una concesión. ¿Y qué era lo que les concedían los locales a los colonizadores? Control, dice el hombre: control sobre sus vidas materiales, pero también sobre sus mentes. Y luego vienen estas líneas maravillosas, que me voy a permitir citar sin recortarlas, porque cada palabra importa:

“En sus libros [en los libros de los colonizadores, se entiende] leí relatos poco halagüeños de mi historia, y, como eran poco halagüeños, parecían más verdaderos que las historias que nos contábamos a nosotros mismos. Leí sobre las enfermedades que nos atormentaban, sobre el futuro que nos aguardaba, sobre el mundo en que vivíamos y nuestro lugar en él. Era como si nos hubieran rehecho, y de una forma que ya no nos quedaba más remedio que aceptar, tan completa y ajustada era la historia que contaban sobre nosotros. No creo que nos la contaran cínicamente, pues me parece que ellos también la creían. Era la manera en que nos entendían y se entendían a sí mismos, y en la abrumadora realidad con la que vivíamos había poco que nos permitiera contradecirla, por lo menos mientras la historia tuviera novedad y no fuera cuestionada”.

A orillas del mar se publicó en 2001; en los años que han pasado desde entonces, no creo haber leído una descripción más lúcida de los efectos invisibles del colonialismo. Los otros efectos, los visibles, son bien conocidos de todos, y suelen aparecer con frecuencia en los diarios, tomando casi siempre la forma de hechos violentos o, en todo caso, de sufrimiento humano; pero esto que describe el personaje de Gurnah, la lenta imposición a una sociedad de una historia que no es la suya, es el equivalente sociopolítico de un lavado de cerebro, la conquista de un territorio que es, en últimas, mucho más valioso que el territorio geográfico de un país: el territorio mental. Todos los poderes terrenales que en el mundo han sido han perseguido ese premio, y cualquiera que haya leído a George Orwell sabe bien que, entre muchas otras cosas, eso es el poder político: la capacidad de imponer un relato determinado a una sociedad. Cuando la sociedad compra el relato, cuando lo hace suyo y empieza a vivir en él y a través de él se entiende a sí misma, el poderoso puede decir que ha triunfado.

El colonialismo no es distinto en eso de cualquiera de los otros ismos que nos han tratado de moldear las vidas en los últimos tiempos. Es lo que han hecho los totalitarismos: pienso en el fascista y el comunista, aunque alguno me dirá seguramente que el colonialismo es, en sí, una forma totalitaria (y no le faltaría razón, aunque esta es una conversación más compleja). De cualquier manera, esto me parece evidente: montar una historia sobre el futuro que nos aguarda, rehacernos de una forma que no nos queda más remedio que aceptar, es lo que busca todo el que aspire a dominar una sociedad. Si hubiera que escoger una razón por la cual los novelistas y los poetas son perseguidos, censurados y a veces asesinados por esos poderes, esta me parece la más evidente: la literatura es incómoda porque siempre está rebelándose contra los relatos impuestos, introduciendo el disenso, dando una versión de la historia común que es discordante o insumisa, impidiendo con su mera existencia el asentamiento de una historia única o monolítica. “Eso que usted está contando es falso, o incompleto, o tendencioso”, dice la literatura. “Las cosas no ocurrieron así, o también ocurrieron de otra forma, o habrían podido ocurrir de otra forma, y nuestra historia queda incompleta si esa forma no se cuenta”.

Esto, claro, es terriblemente molesto, por lo menos para el autoritario de turno. Para usar nuevamente las palabras afortunadas de Abdulrazak Gurnah, o de su narrador en su novela: lo que ha hecho siempre la literatura (o, por lo menos, la literatura que me interesa), es buscar, en la abrumadora realidad en que vivimos, lo que nos permite contradecir la historia que algo o alguien trata de imponernos, la historia que se va imponiendo mientras no sea cuestionada. Pero el asunto no tiene que ser solamente político. Theodor Adorno señaló en alguna parte que uno de los rasgos distintivos de un fascista es una profunda aversión a la introspección, o a todos los que inviten a la introspección: por supuesto, la identificación de grupo no puede funcionar si los miembros del grupo están mirando hacia dentro, si no están participando en el relato colectivo o no lo compran o no le creen, si se declaran agnósticos o desinteresados o meramente escépticos. Por el hecho mismo de invitar al ciudadano a volverse individuo privado, a dejar el gregarismo y encerrarse en los mundos que lleva dentro, la literatura de imaginación se vuelve subversiva.

Hace casi 50 años, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa tuvieron en Lima una conversación sin desperdicio. (En realidad fueron dos conversaciones en días seguidos, y se han publicado recientemente en forma de libro con el título Dos soledades: un diálogo sobre la novela en América Latina). Allí comenta García Márquez que no conoce ninguna literatura genuina que sirva para exaltar valores establecidos. Y, a pesar de que se me ocurra el ejemplo de la literatura de Rudyard Kipling, que es al mismo tiempo un escritor genuino y un colonialista redomado, yo entiendo bien lo que dice; y además tengo por cierto que esta es una de las deudas que los latinoamericanos tenemos con los dos novelistas allí sentados, y con otros que van de Alejo Carpentier a Carlos Fuentes, de Guillermo Cabrera Infante a Ricardo Piglia: sus novelas hicieron saltar por los aires la noción misma de historia única, y nos dejaron tras su paso un continente múltiple e inabarcable, de pasado ambiguo y presentes inasibles, de cuya realidad abrumadora tantos siguen tratando de apropiarse. Y ahí vamos los novelistas, tratando de cubrir el continente con historias.

De manera que la novela de Gurnah, que habla sobre todo del colonialismo, puede servir para hablar también de otras cosas muy distintas. Pues todos los ciudadanos de todas las sociedades vivimos en tensión con lo que podemos llamar nuestros narradores: las fuerzas que compiten constantemente por contar la historia que gane, la historia que se imponga. Esos narradores pueden ser instituciones políticas como el Estado o fenómenos históricos como los ismos, pueden ser religiones organizadas (grandes y exitosas narradoras) pero también tendencias culturales, pues nada mueve tanto los relatos de nuestro mundo contemporáneo como la exaltación de las identidades. Sea como sea, más nos vale a los ciudadanos estar vigilantes: contradecir, cuestionar, disentir. Que siempre hay allá fuera alguien decidido a colonizarnos las cabezas.

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