El mapa de poder del tercer Lula
El presidente de Brasil ha comenzado a construir con palabras lo que deberá seguir construyendo con acciones: una mayoría que le permita gobernar
Toda operación de poder requiere el trazado de límites. Supone una clasificación. Ayer, en los dos discursos que pronunció para asumir por tercera vez la Presidencia de Brasil, Lula da Silva propuso la suya. Caracterizó lo que estaba sucediendo no como un triunfo de un partido sobre otro. Tampoco de una coalición sobre otra. Para él con su llegada se estaba consagrando la victoria de la democracia contra el “autoritarismo de inspiración fascista”. Esa afirmación constituyó un postulado preliminar de su exposición ante el Congreso. De un lado estaba el régimen democrático. Del otro, Jair Bolsonaro y sus acólitos.
Bolsonaro le dio, si se quiere, la razón. No asistió a transferirle los atributos del mando. Una señal de que, como su amigo Donald Trump en los Estados Unidos, no pudo aceptar la derrota. Esa ausencia es toda una definición política porque, como suele decir Felipe González, “la democracia es una ética de la derrota”. Dicho de otro modo, a un demócrata no se le reconoce por cómo conquista sino por cómo pierde el poder.
En la segunda exposición, desde el Palacio de Planalto, Lula ajustaría los casilleros de su ordenamiento. Enfrente del nuevo gobierno queda Bolsonaro. No el bolsonarismo. “Voy a gobernar para los que me votaron y para los que no me votaron”, dijo, repitiendo la misma promesa de la primera vez, en 2003, cuando delante de todo el mundo se quitó de la solapa el escudito del PT. En esta oportunidad el compromiso tiene otra densidad. Este nuevo Lula salió de la cárcel, donde cumplió una condena que él y los suyos no consideran un hecho de Justicia sino una persecución. En este contexto, “gobernaré para todos” se traduce como “no habrá venganza”.
Esta manera de presentar los conjuntos se correspondió con una periodización. Tiene lógica: periodizar es otra forma de clasificar. Lula dijo que lo que se había interrumpido con Bolsonaro, y que él ahora reanudaba, era una trayectoria iniciada en la Asamblea Constituyente de 1988. Una saga que, por lo tanto, incluye a todos los gobiernos de Brasil, salvo el que se acaba de ir. Incluye, en especial, a la Social Democracia de Fernando Henrique Cardoso, encarnada en el vicepresidente Geraldo Alckmin. Fue un detalle interesante que ayer el presidente y su vice intercambiaran el color partidario de sus corbatas: azul, el Presidente; roja, el vice.
Lula comenzó a construir con palabras lo que deberá seguir construyendo con acciones. Una mayoría que le permita gobernar. El Poder Ejecutivo cuenta, en el mejor de los casos, con 262 bancas de las 513 que forman la Cámara de Diputados. De esos representantes, sólo 181 pertenecen a la coalición que ganó las elecciones. Los otros son condicionales. El quorum es de 257 votos.
Lula buscó la llave para hacer funcionar la Cámara en línea con los propósitos del Poder Ejecutivo en una alianza con Arthur Lira. Fue el presidente de ese cuerpo con Bolsonaro y todo indica que lo seguirá siendo cuando haya que elegir autoridades en febrero. Es posible que el Presidente no quiera cometer el error de su sucesora, Dilma Rousseff, que en el intento de colocar a alguien de su partido al frente de esa Cámara, salió derrotada y bloqueó para siempre su relación con la oposición parlamentaria.
En el Senado, Lula contará con 31 votos propios, 30 de los cuales pertenecen a partidos que integran el Ejecutivo. Los analistas del Congreso consideran que, si negociara bien, podría llegar a 45 senadores.
La aritmética legislativa es leída a la luz de una incógnita: qué capacidad tendrá Lula para hacer aprobar una ley fiscal que le permita perforar el denominado “techo de gastos”. Se trata de un límite a las erogaciones del presupuesto, que no pueden aumentar más que la inflación. Esa pauta la hizo aprobar Michel Temer en 2016 y rige desde 2017. Para conseguir la nueva ley Lula necesitaría el voto de 257 diputados y 41 senadores. En sus primeros 100 días de gobierno, conseguir esas mayorías será su principal objetivo. Ayer comenzó la tarea: dijo que el “techo de gastos es una estupidez que él hará revocar”.
Fue la mayor audacia económica de sus discursos iniciales. La neutralizó con varias consideraciones. Aclaró, por ejemplo, que lo único que pretenderá su política social es volver a los derechos establecidos por la Constitución. Y fijó una meta que parece de sentido común: que todos los brasileños puedan comer tres veces al día. Habló de una gestión presupuestaria “realista”, y de privilegiar el “equilibrio macroeconómico”. En el discurso que pronunció desde el Planalto, después de enumerar las conquistas sociales de los gobiernos del PT, anotó: “Nunca fuimos irresponsables con el dinero público. Tuvimos superávit fiscal todos los años, eliminamos la deuda externa, acumulamos reservas en cerca de 370.000 millones de dólares y redujimos la deuda interna a casi la mitad de lo que era anteriormente”.
Eso sí: aseguró unos cuantos objetivos que darían por terminada la era liberal de Paulo Guedes. Recuperación del consumo; apuesta a la industria nacional, sobre todo en el sector tecnológico; e intervención del Estado en la economía a través de dos palancas: el BNDES, que es el banco de desarrollo, y Petrobras. Allí Lula designó a dos dirigentes destacados de su partido. Aloysio Mercadante en el banco y Jean Paul Prates en la petrolera.
El líder del PT sabe que sus ínfulas revolucionarias, si las tuviera, enfrentarían tres barreras bastante inflexibles. Una es la limitación parlamentaria, que tampoco hay que exagerar: él nunca tuvo mayorías muy holgadas en las dos presidencias anteriores, en las que siempre necesitó negociar con sus rivales. Otra restricción importante es la continuidad de un ortodoxo como Roberto Campos en el Banco Central. La tercera es mucho más evidente: el contexto internacional en el que le tocará operar en esta nueva temporada en el Planalto es muy distinto del que imperaba entre 2002 y 2010. Los primeros dos mandatos de Lula coincidieron con una edad de oro para la economía latinoamericana, beneficiaria de la gran expansión asiática, que determinó una mejora espectacular de los precios de las materias primas. Acaso uno de los desafíos más importantes del otra vez presidente es registrar con absoluta claridad ese cambio de momento histórico.
Como suele suceder, todo lo que no se pueda modificar de la Economía será compensado con políticas más progresistas en otros campos. El nuevo esquema de la administración brasileña cuenta con carteras que, por su sola existencia, han de erizar la piel de Bolsonaro: ministerio de derechos humanos, de pueblos indígenas, de la mujer, de igualdad racial. A este giro hay que sumar una revalorización de la cuestión ambiental, que será uno de los ejes de la política exterior.
Al frente de esa área Lula designó a uno de los diplomáticos más experimentados de su país: Mauro Vieira. Canciller con Rousseff, representante ante las Naciones Unidas, embajador en los Estados Unidos y en la Argentina, Vieira trabajará en combinación de quien fue su mentor durante años, Celso Amorim, destinado a asesorar al Presidente en el Planalto. Los primeros movimientos de Vieira se vieron durante la ceremonia de asunción. Lula prestó mucha atención a la presencia de sus vecinos, en especial del argentino Alberto Fernández, y del uruguayo Luis Lacalle Pou, quien viajó a Brasilia con la compañía de dos antecesores: Julio María Sanguinetti y José Mujica.
Esas aproximaciones litúrgicas fueron el punto de partida para una tarea en la que Vieira estará empeñado en las próximas semanas: reconstruir los lazos dentro del Mercosur y resucitar la Unasur, que está desactivada. Sobre esa plataforma, Lula intentará relanzar a Brasil como un actor internacional en relación con los Estados Unidos, Europa y China, en calidad de líder sudamericano.
El líder del PT ofreció ayer, como es su costumbre, algunas muestras de realismo. Hizo una defensa enfática de la libertad religiosa, garantizada para todos los cultos. Eran palabras muy esperadas por los evangélicos, que fueron un engranaje clave de la maquinaria electoral de Bolsonaro. Otra señal importante fue la designación de un militar con rango de ministro en el equipo de Seguridad. Es Marco Edson Gonçalves Dias, un general que fue su jefe de custodios durante años. Una señal de paz para un sector que estuvo muy alineado con el oficialismo saliente que, ahora deberá manejarses con un ministro de Defensa Civil: José Múcio Monteiro.
Contra lo que podría esperarse, el nuevo presidente tampoco habló de sus causas judiciales, ni se refirió a persecución alguna. Tampoco habló de una política destinada a combatir la corrupción.
El Lula que vuelve tiene rasgos distintos al que estuvo ya dos veces en el mismo lugar. El más relevante: está acompañado por Rosángela, “Janja”, una primera dama de gran protagonismo. De hecho, fue quien organizó la compleja ceremonia de toma del mando, que fue multitudinaria. Su presencia es importantísima en la nueva configuración oficialista.
En el balance final, el que volvió a ponerse el traje azul de presidente sigue ostentando las condiciones de un líder pragmático. “Un sindicalista que conoce el valor de un dos por ciento”, como supo definirlo José Sarney. O para ir a otro retrato, el de su amigo José Dirceu: “Alguien que, si tiene que optar entre el acelerador y el freno, siempre elegirá el freno”.
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