El borde del precipicio
Gobierno y oposición han dejado de llegar a acuerdos de Estado. Ya no son adversarios, sino enemigos que se niegan a pactar siquiera un presupuesto


La etimología ayuda a entender el sentido completo de las palabras a través de su origen. Parlamento, por ejemplo, proviene del francés parlement, que deriva de parler (hablar) y este del latín fabulare. Las personas fabulamos y palabreamos para comunicarnos y crear vínculos, para explorar la realidad y dotarla de sentido. Los parlamentos son, así, una instancia política pensada para la conversación, para el uso de la palabra, con el fin de llegar a un entendimiento entre diferentes, algo que nadie diría si acude a nuestra Cámara Baja, donde a diario se degrada con denuedo la noble condición de la palabra. Es desasosegante escuchar a nuestros políticos esforzarse tanto en segar las facultades de una institución que debería acudir, no al grito, la exageración y el insulto, sino a la pedagogía.
Se degrada el Parlamento cuando se utiliza sistemáticamente el real decreto, hurtando el debate a la ciudadanía, olvidando que somos, constitucionalmente, una democracia parlamentaria. Pero también cuando los dos grandes partidos y sus apoyos se interpelan acusándose exactamente de lo mismo: dar un golpe a la democracia. ¡Un golpe de Estado, nada menos! Un golpe es algo tan serio, que asusta que se utilice tan a la ligera. Se parece más al grave y esperpéntico asalto al Capitolio, por el que parece que procesarán a un expresidente por incitación a la insurrección. O a lo que esa caterva ultraderechista pretendía hacer en el Bundestag alemán. Aquí, la supuesta crisis democrática se resolvería tramitando bien una ley, y asumiendo cada cual sus imperativas obligaciones constitucionales. Pero en España se está produciendo un peligroso vaciamiento del lenguaje. Incapaces de hilvanar siquiera un acuerdo sobre conceptos básicos como “golpe a la democracia”, desaparece esa zona común de comprensión imprescindible para conversar y tomar decisiones racionales. Las instituciones que en España discuten sobre la realidad se alejan cada vez más de ella, creando mundos paralelos, y el efecto es desastroso: así no es posible construir una sociedad civil donde los ciudadanos podamos defendernos. Cuando palabras y realidad no encajan, se abre la puerta a la conspiranoia, a que solo las emociones guíen nuestros juicios.
Gobierno y oposición han dejado de llegar a acuerdos de Estado. Ya no son adversarios, sino enemigos que se niegan a pactar siquiera un presupuesto porque equivaldría a una traición. La oposición ha hecho de su programa un dogma: no a todo, sobre la verdad (Sánchez es un bolivariano) no se negocia. La lógica democrática da paso al mero y vacío filibusterismo, que vampiriza las instituciones: el poder ya no está dividido, sino bloqueado. Pero quizá sea nuestro presidente quien tenga una mayor responsabilidad, pues un gobernante no puede, no debe permitirse romper con la mitad de la población a la que gobierna. Afortunadamente, y al menos por ahora, la ciudadanía demuestra ser más pragmática, pues comprende que la realidad no se corresponde con el apocalipsis que invocan tan esforzadamente sus representantes: solo espera de ellos, y del resto de los poderes del Estado, que no nos lleven al borde del precipicio.
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