Días de furia en el Congreso
La libertad de expresión en el Parlamento está especialmente protegida, pero no es ilimitada. Existen mecanismos disciplinarios que se deben utilizar para evitar que se consolide un clima de impunidad en la humillación del adversario
Las buenas formas han desaparecido más que nunca del Congreso, donde cada día son más frecuentes los insultos, provocaciones y descalificaciones infamantes, con la violencia de género, ETA o Cataluña como trasfondo. También a raíz de la controversia de estos días, acerca de una de las cuestiones capitales en nuestro Estado constitucional contemporáneo: la relación entre la representación popular y la justicia constitucional. Pero esa es otra cuestión. Sea como fuere, esa falta de decoro no solo mina el prestigio de la institución, sino también de la política, una de las actividades que goza de menor estima y crédito social. Pero no es producto de la mala educación de sus señorías, pues incluso algunas alardean de su superioridad moral e intelectual, sino una manifestación más de la extrema polarización social y de la emergencia de la ultraderecha de Vox. Desde entonces lleva vociferando exabruptos de todo tipo, y especialmente insultos machistas, mucho antes de acusar vergonzosamente a Irene Montero de liberar violadores o de reducir sus méritos de forma hiriente.
Pero me temo que esa proverbial violencia verbal de cuño trumpista, lejos de atemperarse, y a medida que los resultados electorales y las encuestas no le son propicias a Vox, o se apagan sus focos para encender los de Alberto Núñez Feijóo, va a ir aumentando de decibelios. No en vano, la indulgente regañina de la presidenta de la Cámara, Meritxell Batet, llevó a Santiago Abascal a calificarla, de forma desafiante, de sectaria, de asalto a las instituciones por parte del Gobierno y de culminación del proceso deconstituyente de España. Ni más ni menos. Pero no es menos inquietante la actitud del PP, que hace unos días acusó al PSOE de ceder ante los que “volaron la caserna de la Guardia Civil”, por acordar con Bildu la transferencia del control del tráfico a Navarra, algo de lo que ya disponen el resto de comunidades autónomas con policía propia. O cuando condena los insultos de Vox con la boca pequeña, acusando a Podemos de sembrar el clima necesario. Y es que una de las constantes de las derechas en esta legislatura ha sido la de presentar al Gobierno como ilegítimo, usurpador del poder y colaborador de comunistas, filoetarras o golpistas. Y por ello mismo renunciando a cualquier pacto, aun a costa de incumplir la ley, como sucede con el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. Cuestión esta, por cierto, que mereció reproches de golpismo, esta vez propulsados de derecha a izquierda del hemiciclo del Congreso, ante la posibilidad de que el Constitucional suspendiese el trámite de una ley en las Cortes a petición del PP.
Este clima no es inocuo, por supuesto. Puede contribuir a enrarecer la convivencia. En Washington se pasó del paroxismo verbal a las manos dentro del Capitolio. El propio Santiago Abascal ha amenazado con llevar la particular cruzada por su libertad de expresión a la calle. Los discursos de algunos corifeos de la derecha mediática son el huevo de la serpiente que legitima a diario delitos de odio en las redes. Ahora bien, ¿es suficiente la exigencia de autocontención de la presidenta Batet, cuando de lo que se trata es de adecuar las conductas de sus señorías al debido respeto al orden, la cortesía y la disciplina parlamentarias? ¿Es necesaria más regulación o hay que proceder al aislamiento político y a los cordones sanitarios?
Estamos en un terreno muy lábil, donde juegan derechos fundamentales como la participación política y la libertad de expresión. El Tribunal Constitucional (TC), y en parecido sentido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ha caracterizado la libertad de expresión, especialmente en la esfera política, también como la emisión de juicios de valor y de crítica de la conducta de otros, aun cuando la misma sea desabrida y pueda disgustar, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura en una sociedad democrática. En ese amplio marco, quedan amparadas incluso aquellas manifestaciones que, aunque afecten al honor ajeno, se revelen como necesarias para la exposición de ideas u opiniones de interés público. Porque el ciudadano ha de poderse formar libremente sus opiniones y participar de modo responsable en los asuntos públicos, ponderando opiniones diversas e incluso contrapuestas.
Con todo, la Constitución no reconoce en modo alguno un pretendido derecho al insulto; no cabe utilizar expresiones formalmente injuriosas. Están proscritas aquellas expresiones que, dadas las circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o no, sean ofensivas u oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones o informaciones de que se trate. Y es por lo que el ejercicio de la libertad de expresión se somete en general a ciertos deberes, restricciones y sanciones. También en el ámbito parlamentario, donde por cierto la prerrogativa de la inviolabilidad no cubre cualquier actuación. Entre esos deberes están el de respetar el orden, la cortesía y la disciplina parlamentaria, como hace el artículo 16 del Reglamento del Congreso.
Así pues, la Presidencia puede ejercer todos los poderes administrativos y facultades de policía ante los parlamentarios que incumplen tales deberes disciplinarios, se extralimitan en el ejercicio de sus funciones o realizan actividades que no son requeridas para el normal desenvolvimiento de sus funciones. Los parlamentarios pueden ser llamados al orden cuando profieran palabras ofensivas o contrarias al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las instituciones o de cualquier otra persona o entidad. Y puede exigírseles que no se aparten de la cuestión, retirarles la palabra e incluso ser expulsados de la sesión, que incluso podría detenerse si es necesario.
Con todo, tanto el Reglamento como el Código de conducta, que en este último caso trata sobre todo de los posibles conflictos de intereses, tiene margen para incluir deberes y sanciones más concretas para conseguir que los parlamentarios se conduzcan de forma respetuosa y ejemplar, de acuerdo con el principio de igualdad sin discriminación por razón de género, orientación sexual, creencias, ideología, origen o condición social, etnia, lengua o cualquier otra, y para velar por la utilización de un lenguaje adecuado, así como un sistema de relación fundado en la interacción constructiva, cordial y dialogante con todas las personas y todos los colectivos sin exclusión. Se trata, pues, de hacer lo necesario para evitar que se consolide un clima de impunidad en el Congreso. No se trata de una mera cuestión de educación o de reglamento, sino que hay toda una estrategia de humillación y vejación del adversario político. Y, por supuesto, de acorralamiento del Parlamento, para desacreditarlo como sede de la representación.
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