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Columna
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Trileros

A estas alturas, el adjetivo de golpista ha quedado finiquitado por una larga temporada. Se ha agotado como se agota un insulto en el patio de colegio

El diputado del PSOE, Felipe Sicilia, durante el pleno extraordinario del Congreso de los Diputados del jueves.
El diputado del PSOE, Felipe Sicilia, durante el pleno extraordinario del Congreso de los Diputados del jueves.Kiko Huesca (EFE)
David Trueba

Si la semana pasada advertíamos del agotamiento de adjetivos como filoetarra o fascista, la actualidad política añadió el sobreuso del descalificativo de golpista. Sucedió durante el pleno del Congreso en el que se aprobaron a cascoporro revisiones del delito de malversación y nuevas medidas para combatir la falta de renovación en los organismos de control. Allí recurrieron, equivocadamente, a la estampa de Tejero pegando tiros en el hemiciclo y se llamaron golpistas unos a otros, con lo que el debate se asemejó a aquellas viejas máquinas de pinball donde una bola de acero rebotaba en un laberinto de obstáculos, más por entretener que por algún motivo. A estas alturas, el adjetivo de golpista ha quedado finiquitado por una larga temporada. Se ha agotado como se agota un insulto en el patio de colegio, hasta quedar tan sin valor que los amigos íntimos entre sí se llaman cabronazo o mamón eliminado el valor peyorativo.

El desgaste de la etiqueta de golpista ya sufría desde que se sobreutilizara contra los protagonistas del procés catalán. Para muchos, llamar golpistas a los independentistas precedía a un anhelo de invisibilización por el cual se evitaba conceder que una parte de los catalanes albergaran sentimientos separatistas. Al dejar de existir el motivo del conflicto se desautoriza al rival, pero la realidad se obstina en indicarnos que una proporción variable de catalanes vota por la independencia a través de los partidos en liza. Por supuesto que ese hecho no evita refutar el manido derecho de autodeterminación que agitan, pero obliga a razonar sobre el conflicto con algo más de complejidad que soltar lo de golpista a cada paso. El Gobierno de Rajoy, incapaz de contrarrestar con un discurso político la seducción hacia una gran mentira que inflamó a una mitad de la población catalana, recurrió al chantaje, la violencia y, finalmente, al rediseño de leyes para una ofensiva judicial que puso en marcha engranajes tan traídos por los pelos que no hay país en Europa que acceda ni tan siquiera a una extradición de los fugados. Aunque no se quiera reconocer, se forzaron tanto las interpretaciones de los delitos que se rompió la simetría con cualquier ordenamiento legal conocido.

Al empeño, entre disimulo y descaro, con el que el Gobierno socialista ha decidido transformar las leyes para favorecer a los procesados y destensar la trama, le ha respondido la bancada conservadora con una agresividad que desvela los motivos por los cuales ha mantenido secuestrada la renovación de las instituciones de control durante toda la legislatura. Sencillamente para que sigan su agenda electoral particular. Si todos se llaman golpistas entre ellos no es por afearse el uso del ordenamiento jurídico al antojo, sino por mera dialéctica guiñolesca. El trile es un juego que consiste en mover bajo tres vasos una pieza oculta. El que compite por adivinar donde está la bolita suele despistarse al sacar la billetera o por acción de los ganchos de distracción. Lo que más teme el trilero es al espectador neutral que observa y avisa al incauto jugador de la trampa. Pues ahí estamos nosotros, espectadores fríos y desapasionados de cada trampa de los trileros parlamentarios. Ahora bien, que los magistrados se hayan prestado a hacer de ganchos, de obstáculo, de distraidores, de matones, esto no lo habíamos visto nunca y los señala como culpables de su propia degradación.

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