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tribuna
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¿Quo vadis Tribunal Constitucional?

La resolución de alto tribunal nos aboca a un contexto institucional extraordinariamente complejo y de difícil resolución; un procedimiento legislativo ha quedado cercenado

Varios trabajadores de medios de comunicación, este lunes frente a la sede del Tribunal Constitucional en Madrid.
Varios trabajadores de medios de comunicación, este lunes frente a la sede del Tribunal Constitucional en Madrid.Jesús Hellín (Europa Press)
Ana Carmona Contreras

El peor de los presagios se ha confirmado: el Tribunal Constitucional ha admitido las medidas cautelarísimas solicitadas por los diputados populares en el marco del recurso de amparo presentado contra la admisión a trámite de las proposiciones de reforma de las leyes orgánicas del Poder Judicial relativas al Consejo y al propio tribunal, promovidas por los grupos socialista y de Unidas-Podemos. Estamos ante una decisión inédita en nuestra experiencia constitucional y que no tiene parangón en ningún otro ordenamiento democrático en donde existe la figura del Tribunal Constitucional.

Lo que ha decidido el Tribunal Constitucional no es más —ni menos— que suspender la tramitación de un procedimiento legislativo en curso. La extraordinaria gravedad de la decisión adoptada por el que se define como “máximo intérprete de la Constitución” aboca a nuestro sistema de justicia constitucional a una crisis sin precedentes. Actuando de esta manera, el TC ha abandonado su función de legislador negativo, mediante la que señala y hace explícitos los límites constitucionales que las leyes han de respetar, para convertirse en un actor determinante del devenir legislativo. Ya no como árbitro que expulsa del ordenamiento normas contrarias a la Constitución, sino como parte que interviene activamente en el proceso de gestación de dichas normas. Con la decisión adoptada, se produce la quiebra clamorosa de un principio básico que rige nuestro ordenamiento jurídico: la presunción de constitucionalidad que acompaña a las leyes aprobadas por el Parlamento, en el que reside la soberanía popular. Una presunción que únicamente puede desvirtuarse una vez que las leyes han entrado en vigor —con la única excepción del control preventivo de los proyectos de reforma de los estatutos de autonomía— y solo cuando se activa alguna de las vías de control existentes ante el TC. Con la decisión adoptada, este axioma salta por los aires y nos adentramos en un terreno ignoto.

Las circunstancias que han acompañado la adopción de la resolución, por lo demás, no han hecho sino confirmar la situación de patente fractura y preocupante deslegitimación en la que se encuentra nuestro alto tribunal. Un órgano clave en la arquitectura institucional del Estado que, al enfrentarse a cuestiones transcendentales, se muestra incapaz de desarrollar su función sobre la base de un mínimo común denominador interpretativo del texto constitucional, que por su indeterminación y elasticidad ofrece margen para construir puntos de acuerdo. No ha sido así, una vez más, y se ha rechazado por la mínima (6 votos a 5) la recusación del presidente y el magistrado del TC que al tener sus mandatos caducados quedaban directamente afectados por una de las enmiendas cuya constitucionalidad se sometía a debate. Se ha forzado la votación cuando lo idóneo en términos de imparcialidad hubiera sido que los concernidos se hubieran inhibido por su propia iniciativa. Un resultado similar se ha cosechado por lo que a la admisión de las cautelarísimas se refiere.

Sin conocer la fundamentación jurídica de la resolución adoptada e ignorando cómo se articulará en la práctica su ejecución, la situación resultante nos aboca a un contexto institucional extraordinariamente complejo y de difícil resolución, con un procedimiento legislativo que queda cercenado y cuyo desarrollo viene a subordinarse a lo dictaminado por el TC. Lo nunca visto…


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