En las tabernas
Valle-Inclán, Mendoza, la Generación del 50, Marsé... La nómina de escritores que desde los bares nos han contado la intrahistoria de la España del siglo XX es abrumadora
Cuando las tabernas ya casi han desaparecido, choca que se hable unánimemente de “lenguaje tabernario” para referirse al que emplean algunas señorías en el Congreso de los Diputados, con ocasión de los varios espectáculos que tienen a bien ofrecernos cada vez más a menudo, no siendo éstos inherentes al desempeño de sus obligaciones. Cierto que el símil se ajusta a la realidad aludida —para referirse a un lenguaje bajo, grosero o vulgar—, pero no lo es menos que nuestra lengua dispone de otra expresión igualmente certera y apropiada —e incluso más oportuna, si consideramos factores adicionales—, cual es “lenguaje cuartelero”, como sinónimo de zafio y grosero.
Las tabernas siempre fueron espacios de transgresión y libertad, donde, bajo la ironía o el sarcasmo —cualidades más bien ausentes de nuestro hemiciclo— chispeaba la inteligencia. No olvido aquella de Tetuán en la que, hacia 1918, Gutiérrez Solana se detiene ante una caña de pájaros fritos: sentado encima de sus compañeros, uno de ellos “con un sombrero de general, de papel, hace que lee un cacho de periódico clavado en sus carnes por dos alfileres y tiene un cigarro metido en la cara, hecho de papel con la punta quemada, como si estuviera fumando”. Hay también allí pestiños, torrijas y “una fuente llena de bollos redondos; en un cartel dice: ‘Pelotas de fraile”. (Madrid, escenas y costumbres).
A aquellas tabernas que servían vino común y corriente, a menudo basto y peleón, moro o cristiano según se sirviera sin mezclar o hubiera sido bautizado con agua, noble o pastoso, casi siempre sin solera alguna, les debe mucho nuestra literatura.
Así la de Pica-Lagartos, de Luces de bohemia, donde mientras se regalan con sendos quinces de morapio, Max Estrella y Don Latino de Hispalis charlan con el dueño y con los chulos, golfas, mozos y borrachos que la frecuentan; gentes de una labia verdaderamente admirable, que lo mismo radiografían los convulsos sucesos del Ruedo Ibérico, como se lanzan pullas y provocaciones personales de indiscutible agudeza, pues la disputa o el desprecio van prendidos de ágiles saetas. Los insultos no van más allá de so pelma, vándalo y bocón. Valle-Inclán era “un esteta gráfico de arranque popular” —según lo definió Juan Ramón Jiménez—, cuyo lenguaje no salía del diccionario sino de la calle y las tabernas, y hasta de sus propias entrañas.
La verdad sobre el caso Savolta no sería tan magnífica novela si al friso histórico de violenta agitación social, intrigas políticas e intereses económicos —la Barcelona de 1917-1919— Eduardo Mendoza le hubiese amputado la taberna de Pepín Matacrías, en la calle Aviñó, a veces frecuentada por conspiradores y artistas, y donde el periodista Pajarito de Soto expone su ideario ético-político y la nueva moral que intenta propagar. O las que acogen a la buena samaritana Rosita la Idealista y esconden a Nemesio Cabra, donde los improperios son perfectamente tolerables —cabrones, mamarracho, rata— y algún parroquiano le exige a otro: “Modere sus palabras, caballero”.
Años después, las tabernas de Tetuán, la Cava Baja o Chueca, entre otras, acogían a un alborotador y nutrido grupo de escritores de la Generación del 50, cuyos cuentos y novelas tanto se beneficiaron de lo que allí oían contar a camareros, golfos, actrices o prostitutas, pero también a serenos, guardias, vigilantes nocturnos, bomberos, acomodadores o policías: “Testimonio racheado de una historia compuesta de fragmentarias y efímeras historias […], palabras que se dicen para perderse”, pero que Ignacio Aldecoa escuchaba y preservaba, nos cuenta su gran amiga Carmen Martín Gaite, a quien un tabernero de Colmenares Viejo la llamaba “la señorita del Príncipe”.
En el espléndido retablo de la Barcelona de posguerra que construye Juan Marsé con los tatuajes y cicatrices de la memoria personal y colectiva, las tabernas de barrio son un espacio medular. Allí mascullan “reproches y confusos oprobios”, y sobre todo desgranan sus historias, meucas y mujeres solas que dormitan junto a la radio, hombres retraídos que beben “como si la vida les hubiera acorralado allí, sobre una sucia alfombra de serrín y escupitajos”, o los legendarios “hombres de hierro forjados en tantas batallas, soñando como niños” y también llorando por sus rincones. Para el adolescente que miraba aquel mundo, las tabernas eran también espacios de ensoñación, como Los Joseles, desde cuya ventana los ojos de Mingo vagan de la calle a la escritura, pues en “la fantasmagoría de la taberna con su atmósfera inesperadamente cañí, todo parece hallarse más allá de lo contingente, incierto y neblinoso…” (Caligrafía de los sueños).
La nómina de escritores que desde las tabernas nos contaron la intrahistoria de la España del siglo XX es abrumadora. Se argüirá que hacían literatura. Mas convengamos que ésta arranca de la realidad y la vida, y se nutre de ellas. Y que, independientemente del espejo, filtro o cedazo que cada autor le aplique, las novelas siempre expresan y cuentan lo real.
A las Cortes, sin embargo, nuestra literatura les debe únicamente una gran obra: Anatomía de un instante, de Javier Cercas.
¡Ay!, “el mundo es una controversia”, que diría Enriqueta la Pisa-Bien.
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