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Max Estrella frente al espejo

Alfredo Sanzol dirige 'Luces de bohemia' con mirada metafísica en una gran producción del Centro Dramático Nacional

Raquel Vidales
Imagen de 'Luces de Bohemia', dirigida por Alfredo Sanzol.
Imagen de 'Luces de Bohemia', dirigida por Alfredo Sanzol.Samuel Sánchez

Un hombre sale al escenario y se queda clavado ante un gran espejo. Se acerca mucho, su cara casi pegada, haciendo muecas que lo deforman. Es Max Estrella, poeta “ciego, loco y furioso”, personaje cumbre del teatro español inventado hace un siglo por Ramón del Valle-Inclán, tan codiciado como temido por la dificultad de materializar todo lo que simboliza: invidente visionario, Quijote idealista y Segismundo trágico a la vez. Así lo presenta el director Alfredo Sanzol en la puesta en escena de Luces de bohemia que estrenará el jueves en Madrid, en una gran producción del Centro Dramático Nacional, desde el inicio de la función: el hombre frente al espejo.

El espejo está siempre presente en este espectáculo. En algunas escenas baja del techo. En otras tiene ruedas y persigue a los personajes. En los ambientes chisposos se descompone en vidrieras. En los momentos ásperos se coloca desnudo, amenazante, en el centro del escenario. Paradójicamente, pese a que en la escena capital de la obra se habla de los espejos cóncavos --“Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento”--, no hay ninguno de ese tipo. “No lo he creído necesario. Ningún espejo ofrece un reflejo exacto de la realidad”, explicaba Sanzol a EL PAÍS el miércoles pasado durante un ensayo. Lo interesante aquí son los matices. Los distintos ángulos de la realidad que nos ofrece esa multitud de espejos.

El juego constante con los reflejos, además de brindar al espectador imágenes de gran belleza, refuerza el sentido de la obra. Max Estrella, en la última noche de su vida, recorre un Madrid en el que confluyen los grandes conflictos de la España de la época, encarnados en los personajes con los que se va cruzando: obreros revolucionarios, políticos corruptos, periodistas serviles, bohemios borrachos, poetas modernistas. Todos ellos deformados por la mirada valleinclanesca, el espejo cóncavo, el esperpento que deja al descubierto la miseria.

Valle-Inclán al cuadrado

Desde que a principios de 2017 los textos de Ramón del Valle-Inclán pasaron a ser de dominio público, una vez caducados los derechos de autor que recaían en la familia, se han multiplicado las puestas en escena y la publicación de sus obras. De Luces de bohemia han salido ya dos ediciones desde entonces. Cátedra lanzó una el año pasado, dirigida por Francisco Caudet, mientras que Biblioteca Castro acaba de terminar el quinto y último tomo de sus obras completas, en el que se incluye esta pieza. La liberación de los derechos ha propiciado también la traducción de sus textos al gallego, algo que la familia nunca permitió. El Centro Dramático Gallego ha estrenado ya Martes de Carnaval y Divinas palabras en este idioma.

Junto a Max Estrella camina siempre su amigo don Latino de Hispalis, miserable como él, pero opuesto de carácter. Don Quijote y Sancho Panza. José María Rodero y Agustín González fueron los primeros en interpretar en España a esta pareja —se estrenó en 1970, medio siglo después de su publicación, por culpa de la censura franquista— y dejaron huella. ¿Cómo abordar una nueva puesta en escena sin tener en cuenta esos antecedentes? “Es obvio que nunca se puede partir de cero porque todas esas versiones anteriores están inevitablemente en tu cabeza. Lo único que puedes hacer apostar por tu propia lectura y arriesgarte con el momento presente”, responde el director.

Sanzol, por otra parte, siempre tuvo claro quién era su Max Estrella: el actor Juan Codina, a quien ya dirigió en otra obra de Valle, La cabeza del bautista, en otra producción del CDN en el año 2009. Y también que la réplica de don Latino de Hispalis se la tenía que dar Chema Adeva. “Para mí era muy importante que los dos actores se complementaran en escena: uno más espiritual y el otro más terrenal. Y creo que ellos lo consiguen, han creado una pareja cargada de romanticismo, no se entiende el uno sin el otro”, comenta Sanzol.

El director sirve el texto sin retoques. “Esta obra no necesita demasiadas actualizaciones. Las injusticias y los problemas sociales o políticos de los que habla son reconocibles en la España de hoy. Es más, produce inquietud saber que hace un siglo ya estaban ahí”, dice. “No obstante —matiza—, lo que hace que esta obra sea un gran clásico no es eso, sino el conflicto materia-espíritu que contiene. El viaje de Max Estrella hacia la muerte es un viaje metafísico: él busca todo el tiempo un sentido a la miseria material y ética que le rodea”.

La otra gran dificultad de la obra, como todas las de Valle, es el lenguaje. Sintético, poético, cargado de metáforas, latinismos, vulgarismos y jergas marginales. “Precisamente por eso la obra tiene la fuerza que tiene. Es cierto que es más difícil llevarlo a escena que el lenguaje coloquial, pero merece la pena el esfuerzo. Cuantas más imágenes produce el lenguaje, más potencia tiene y más sensaciones consigue en el espectador”, afirma Sanzol.

Clave en esta puesta en escena es, junto a la escenografía de espejos que firma Alejandro Andújar, la iluminación ideada por Pedro Yagüe. Un trabajo delicadísimo, por la dificultad que suponen los reflejos de los espejos, que da la ambientación perfecta al viaje metafísico del protagonista.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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