En la niebla
Noviembre ha acabado por doblarle el codo al calor y el otoño ha impuesto a la naturaleza el imperio de sus colores
Ha sido un verano largo, hosco, feroz, muy duro. Unos decían que tanto calor se debía al cambio climático; otros que lo producían las tormentas solares que se agitan de forma periódica dentro de esa bomba de hidrógeno. El clima también tiene creyentes y agnósticos. El calor empezó a mitad de mayo y desde entonces no había cesado de caer un fuego de castigo sobre este país como si fuera una maldita tierra de Caín, pero finalmente parece que noviembre ha acabado por doblarle el codo y el otoño ha impuesto a la naturaleza el imperio de sus colores, rojos, amarillos y morados, el humus fermentado en los bosques y el olor a chimenea encendida con troncos de encina en los pueblos de montaña. La berrea de los ciervos ha pasado. En estos días los más fuertes ya habrán cumplido la misión de aparearse, cosa que no sucede con los políticos que siguen en una interminable brama con las cuernas enredadas, pero no todo van a ser desgracias, puesto que el otoño también traerá trufas y setas, el vino nuevo y tal vez el sonido de la lluvia de noche en el tejado. Para celebrar el acontecimiento escucho a Yves Montand que canta Las hojas muertas, cuya melodiosa voz hace recordar los días felices en que dejamos las huellas de los pies en la arena de la playa. Como en la canción, también en las calles de la ciudad las hojas muertas son recogidas con una pala y con ella se van los recuerdos. Todos los veranos son siempre el último verano para los viejos que sueñan con que todo será como antes y también para los jóvenes enamorados que habrán visto caer la ceniza de algún incendio sobre sus propios cuerpos incendiados. Antes de que se conviertan en basura, estas hojas muertas fueron de oro, como lo fueron también los recuerdos que se llevará el primer viento húmedo de otoño dejando el cristal empañado para que cada uno pueda formular un deseo escrito con el dedo en la niebla.
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