Un mundo sin estrenar
Lo realmente difícil no es inventarse un país que funcione de acuerdo con los más elevados patrones de justicia y eficacia, sino lograr ese cielo en la tierra con seres de carne y hueso como usted y yo


¿Son ustedes favorables a las utopías? ¡Cómo no, criaturas! Pues entérense de que son enemigas de los seres humanos. Calma, no se suban por las paredes que todos los huecos están ya ocupados por las lagartijas… Veamos serenamente: una utopía es el espejismo de una sociedad perfecta que siempre tropieza en su ejecución con los vicios y defectos humanos. Lo realmente difícil no es inventarse un país que funcione de acuerdo con los más elevados patrones de justicia y eficacia, sino lograr ese cielo en la tierra con seres de carne y hueso como usted y yo (seamos sinceros, lo primero que sobraría en el Paraíso para ser de veras tal seríamos usted y yo). Con gente como nosotros sólo son imaginables las distopías: el otro día una querida amiga que veía la serie El cuento de la criada, un puro disparate, me confesó que le resultaba verosímil. Lo mismo ocurre con obras de más calidad literaria como Nosotros, 1984 o Un mundo feliz, que suenan probables porque se basan en la magnificación sin control de perversiones humanas, ay, demasiado humanas. En cambio, no hay virtudes humanas, demasiado humanas. El único utopista imaginativo, Charles Fourier, basó su nuevo orden en la utilización sociable de las tendencias humanas menos virtuosas, en no curar al hombre de caprichos y vicios, sino emplearlos para el bien común.
Hoy hemos caído en las manos de utopistas buenísimos y por tanto despiadados. Todos no buscan sino que exigen el “Hombre Nuevo”, ese Santo Grial de los totalitarismos. El hombre —y la mujer, of course— que desdeñe el crecimiento industrial y prefiera regar macetas con su orina, el que no coma lo sabroso sino lo insensible, el que cambie la biología por la imaginación masturbatoria. La humanidad abolida y perfecta...
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