Leyes
Moralmente no estamos obligados a cumplir leyes que consideramos faltas de base racional y perniciosas: sólo las aceptaremos para evitar castigos y problemas con la autoridad
En su Política, que conviene releer de vez en cuando, dice Aristóteles que “quien supera en virtud a sus conciudadanos ya no es miembro de la polis. Su ley no es para él, pues él es ley para sí mismo”. Los que no somos más virtuosos que los demás e incluso estamos por debajo de bastantes, no tenemos más remedio que someternos a las leyes comunes. Pero ¿y si nuestra razón nos subleva contra algunas señalando sus deficientes fundamentos o sus posibles efectos indeseables? ¿Y si honradamente no podemos aceptarlas como expresión de la voluntad general, sino como una perversión del poder legislativo, manipulado por un Ejecutivo tendencioso? Se nos plantea entonces un dilema moral y político. Moralmente, no estamos obligados a cumplir leyes que consideramos faltas de base racional y perniciosas: solo las aceptaremos para evitar castigos y problemas con la autoridad, o sea por miedo. Pero, políticamente, burlar las leyes democráticas como si nuestra virtud personal nos pusiera por encima de ellas es un error subversivo que favorece a demagogos y tiranos. ¿Solución? Ninguna buena... del todo. Solo queda esforzarnos en lograr un vuelco electoral y parlamentario, esperando —¡ah, el wishful thinking!— que otro presidente y otra mayoría se decidan a cambiar las leyes infundadas o al menos supriman sus apartados más obtusos.
Vayan estas consideraciones para los que, como yo, tienen racionalmente atragantadas en todo o en parte normas como la ley trans, la de violencia de género, la de memoria democrática, la de bienestar animal y alguna otra que cuelga por ahí. No queda sino explicar siempre que podamos sus defectos, hacerles en la práctica el menor caso posible e intentar cambiar a los que mandan para que manden otra cosa. Por lo demás, esperar al Feijóo posible, no al probable...
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