No podréis nunca con nosotros
Después de los atentados de Bataclan se hizo un estudio sobre la memoria de los que lo vivieron. Uno de los casos más llamativos fue la cantidad de policías traumatizados por lo que vieron dentro de la sala pisando cadáveres, siendo agentes que jamás entraron en la sala
Después de los atentados del 11 de septiembre se hicieron estudios sobre los recuerdos que guardaban los supervivientes y quienes vivieron en Nueva York ese día; el impacto de una tragedia de esa dimensión en la memoria, la impresionante reacción de gente que juraba haber vivido cosas que no vivió, que tenía recuerdos de cosas que no habían pasado y olvidado escenas que sí vieron. Se replicó un estudio parecido después de los atentados de Bataclan, la discoteca parisina en la que en 2015 varios terroristas islamistas dispararon a una multitud que asistía a un concierto, matando a 80 personas. En una entrevista en la publicación Caimán, el director Isaki Lacuesta enumera casos espectaculares: el de una persona que vio morir a su compañero, estando este vivo; el de los policías traumatizados por lo que vivieron dentro de Bataclan, sin poder salvar a gente y teniendo que correr por encima de los cadáveres, siendo agentes que jamás entraron en la sala, que se quedaron fuera y que acabaron apropiándose de los recuerdos de sus compañeros; el de un superviviente que estaba en la sala y sigue, a día de hoy, diciendo que vio cómo los terroristas lanzaban granadas y repite el gesto de cómo lo hacían, sin que hubiese aparecido nunca una granada.
Lacuesta habla sobre la memoria de todos y sus trampas, y lo rueda primorosamente en una película, Un año, una noche, que empieza con varios planos de una belleza terrible: el de las partículas flotando en el aire de la discoteca y visibles por los focos, una atmósfera casi mágica que no era otra cosa que la pólvora de las armas de los terroristas; el de una pareja paseando por París abrigados por las mantas térmicas doradas que se le dieron a los supervivientes brillando como el oro en la oscuridad de la noche. “El dolor no debería ser bello”, le dijo Lacuesta a la revista Mutaciones. Un año, una noche habla de otros atentados: los que el eco de los disparos hacen en la vida de una pareja que sobrevivió a los tiroteos y asiste, desesperada, al derrumbe de su amor. O quizá no: ¿quién narra y por qué? De esas dos preguntas depende la película y depende también nuestras vidas: quién nos la cuenta y por qué la está contando así.
Paz, amor y death metal (Tusquets, 2018), de Ramón González, es el libro que adaptó Lacuesta para rodar Un año, una noche. González sobrevivió a los atentados. En él relata las obsesiones que le persiguen desde esa noche (el tableteo del kalashnikov, la mirada de un terrorista) y detalla, como un ejercicio quirúrgico, todo lo ocurrido como si estuviese en un diván (y le prendiese llamas). Me gustan especialmente dos detalles de lo que cuenta.
El primero es que el concierto de Eagles of Death Metal, la banda que tocaba esa noche, estaba siendo flojísimo; el cantante tenía el día extremadamente pesado y poco gracioso, hacía chistes absurdos y decía tonterías como “incluso la peor de las mamadas es increíble”, lo cual me llevó a pensar si la crítica de ese concierto habrá salido en alguna parte: si alguien, un alma absolutamente impertérrita, libre y profesional, mandó a su periódico la nota del show.
El segundo es que en una de las salas en las que se amontonaron varios supervivientes mientras los terroristas campaban a sus anchas (todos esos supervivientes en la oscuridad y en silencio, temblando de miedo y sospechando cerca la hora de su final) uno susurró tras escuchar un tiroteo: “Espero que no haya ningún bis”, y otro, más tarde: “A ver si se van ya y podemos terminar el concierto”. Esas dos personas anónimas que representan todo lo que está bien en la vida, aún estremecidos por el puro horror, aún con un hilo de voz, estaban diciéndose a sí mismas y a los demás: ni así nos vais a joder. O lo que es lo mismo: no podréis nunca con nosotros.
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