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Columna
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Dibújame un árbol

Por un momento olvidamos que la vida también es muchas cosas que suelen dejarnos sin tiempo para la poesía o la pintura

Carboncillo del pintor Pepe Biot.
Carboncillo del pintor Pepe Biot.

Limpiamos el patio del taller de ácidos, cubetas, cepillos y trapos, colgamos una pintura de uno de los muros de piedra, y colocamos una mesa, una lámpara y una silla en la zona central. Sara Herrera Peralta, sentada en la silla, afirma que Louise Bourgeois decía que ella era Eugénie Grandet. Oímos también las voces del final del día, y, poco a poco, mientras Sara habla, van iluminándose las ventanas del patio de vecinos. De vez en cuando se cuelan como destellos las luces de los coches que salen del parking del portal de al lado. Escuchamos calladas mientras ella nos alivia con su voz como lo hace una madre con sus hijos pequeños. Nos dejamos mecer y paseamos de su mano por un bosque lleno de pájaros; por un momento olvidamos que la vida también es muchas cosas que suelen dejarnos sin tiempo para la poesía o la pintura. Le pedimos que nos dibuje un árbol. Para acordarnos de su sombra, para oír al pájaro en sus ramas.

Recuerda, Sara Herrera Peralta, que la obra de Bourgeois no fue reconocida hasta que cumplió los 71. Nos habla, la poeta, del síndrome de la impostora que sentía la autora francesa después de una vida entera dedicada a pintar, a esculpir y a escribir. También nos habla de esquejes, de piedras, de zanahorias que no enraízan. De las manos de su abuela. Y volvemos a olvidarnos de todo el tiempo que dedicamos a hacer aquello que nos aleja de la palabra y de la pintura, pero que nos permite poder pagar el alquiler. Todo el mundo conoce las grandes jaulas de Bourgeois, las mujeres-casa, sus madrigueras, las telas, los fieltros, los hilos, los cuerpos desmembrados que cuelgan del techo y nos acercan a las manos de nuestra infancia, a las manos de las mujeres araña que nos dormían con ternura en sus brazos. Cerrábamos los ojos sobre los pechos de nuestras abuelas tejedoras y sentíamos que el mundo era un lugar seguro.

“Lo que escribo / es lento, es corto. / Se parece a un árbol, / a ese que perdura, / que se mantiene en pie / a través de generaciones: / da sombra, alimenta, cobija, / permite el baile alrededor. / Lo que escribo pretende ser / un árbol quieto, / paciente, / frente al seísmo”. Pintar también se parece a un árbol. Pintar también alimenta y reta al seísmo. No todas las imágenes resueltas con pigmentos, aglutinantes y pinceles son pintura. Para pintar se necesita un espacio donde almacenar obra, frascos de aguarrás, telas, bastidores, grapadoras y clavos. Se necesitan grandes superficies sobre las que poder extender las telas para graparlas a la madera, imprimarlas, esperar a que la cola de conejo seque y las tense como un tambor. Qué placentero es colocar las primeras capas de pintura sobre el tejido tensado, el sonido del rebote milimétrico: la mano siente que toca una superficie de tela que está viva. La pintura es un acto acumulativo y es un acto caro. Es un acto quieto en un momento en el que todo se mueve a demasiada velocidad y se nos exige producir sin descanso.

Muchas veces siento que mi taller no es mío, a pesar de ser yo la única que lo ocupa, porque sé que puede desaparecer en cualquier momento.

A veces me gustaría saber pintar por encargo. Durante unos días al año, emborracharme de encargos y producir como una maquinita para poder volver a la búsqueda de aquello que a ojos del mundo suele parecer absurdo y no da de comer. Alejarme un momento de lo que me importa, resolver lo económico, y volver a refugiarme en el universo de polvo de colofonia que cae como la nieve sobre una plancha de cobre. Volver al patio del taller limpio de ácidos, cubetas, cepillos y trapos mientras Sara Herrera Peralta nos calma con sus palabras que son como manos tiernas. Encerrarme en mi universo de formas que no comprendo, olvidar lo que sucede afuera y conseguir pintar un cuadro bueno. Uno que alivie como alivia una madre a sus hijos pequeños cuando les dibuja un árbol.

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