Considerando en frío sobre Perú: con lo frágil que parece el sistema político, ha resistido
Las graves acusaciones contra el presidente Castillo merecerían que los políticos, jueces y fiscales se tomen este proceso con seriedad y prolijidad
Es falso que el Perú no esté preparado para encarar todo tipo de crisis. Estamos bastante más preparados para resistir crisis económicas que políticas. El recuerdo traumático que dejó la hiperinflación durante el primer Gobierno de Alan García, las colas interminables por pan y leche, los intis inservibles que se devaluaban velozmente han dibujado marcas imborrables en nuestros padres y nos ha hecho poner candados en nuestras finanzas públicas.
Cuando el presidente Pedro Castillo estaba por asumir la presidencia, más que cualquier nombramiento, los poderes fácticos y los mercados querían conocer si Julio Velarde se quedaría en el Banco Central de Reserva. Y Velarde se quedó para que el establishment pudiese respirar y para que el anti-establishment fuese creíble ante el mundo entero. Pero Julio Velarde puede maniobrar con tal libertad gracias a los límites que le aseguran independencia y al equipo que logró mantener –qué poco se habla de esto–. Mientras las monedas mundiales tienen a sufrir la embestida del dólar, el sol peruano resiste, quizá, un poco más. Y aunque hemos alejado inversiones por nuestros marasmos políticos porque según nos dijo Fitch & Ratings en octubre de 2021 “(…) las perspectivas económicas y de inversión a mediano plazo de Perú se han debilitado como resultado de la volatilidad política en los últimos años (…)”, la economía aún se mantiene a flote.
Pero ¿cuánto más resistirá? Nuestros candados políticos son cada vez más vulnerables y quienes nos miraban desde lejos ya lo advirtieron. Michael Stott hace un año sostenía que los inversionistas a los que les gustaba decir que en Perú “independientemente de la política loca, la economía crece bien, estaban descubriendo que la política importaba después de todo”. Era evidente. Ian Bremmer desde hace mucho sostiene que los mercados emergentes –como el peruano– son “aquellos países en los que la política importa al menos tanto como la economía para los resultados del mercado”. Al menos tanto.
Pero en Perú, ni siquiera para asegurar el porvenir de nuestros mercados, establecimos pactos políticos infranqueables que llamaran a la sensatez de los políticos en épocas críticas. Los políticos cada vez son más volátiles y perecederos, por lo que su capacidad de agencia es casi inexistente. Alberto Vergara tenía razón cuando decía que la historia del Perú es un cementerio de proyectos políticos, pero muchos de esos muertos todavía tienen la capacidad de desestabilizar nuestro futuro con cada brote crítico; son, entonces, más zombies políticos que cadáveres.
Quizá su batalla más mezquina y pírrica reciente data del 2016, cuando Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski se declararon la guerra. No conocemos la paz política desde entonces. En los últimos años a pesar de haber tenido cinco presidentes en seis años y haber disuelto un Congreso, a pesar de que descubrimos que en cada una de esas tempestades no hubo héroes ni villanos categóricos sino camaleones oportunistas como Martín Vizcarra y Manuel Merino, y que nada salió incólume de esas timbas –o tiroteos–; estamos cada vez más deseosos de cortar cabezas y enterrar políticos, desatar tormentas constitucionales, y desafiar los linderos de la legalidad, recorriendo caminos que terminarán en derrotas colectivas.
Por eso, las graves acusaciones contra el presidente Castillo que se han conocido esta semana tras la denuncia constitucional que presentó la fiscal de la Nación, y que se suman a los innumerables indicios de corrupción que pesan sobre su Gobierno, merecerían que los políticos, jueces y fiscales se tomen este proceso con seriedad y prolijidad. Porque mientras el Congreso peruano no cuente con los votos para propiciar una vacancia, el proceso constitucional contra el presidente Castillo tomará tiempo –incluso si los políticos intentan una vacancia sólo deberían propiciarla si brindan las garantías jurídicas que el Tribunal Constitucional desaprovechó en definir cuando pudo pronunciarse sobre la naturaleza de la vacancia por incapacidad moral en el caso de Martín Vizcarra–. La destitución de un presidente en un juicio político en cualquier país civilizado es un proceso complejo, no le hacemos ningún favor a la democracia peruana si dejamos caer la guillotina y otra cabeza presidencial rueda violentamente. Por momentos los ánimos son más de un ajuste cuentas que de una transición constitucional.
Desatar este nudo no será sencillo. Si Pedro Castillo cae en una balacera política, puede que quienes obtengan el poder gobiernen el país, pero ¿qué país van a gobernar o qué país recibirán con un dígito de popularidad desde el Parlamento? Nuestro Congreso no va a salir indemne, como no salió indemne en noviembre de 2020. Si la discordia de nuestros constitucionalistas es la interpretación del artículo 117 que establece explícitamente los supuestos en los que el presidente puede ser acusado constitucionalmente, o la aplicación de la vacancia por incapacidad moral para la que no hubo votos en anteriores ocasiones, conviene que todos los implicados se comporten con razonabilidad y prudencia sin cerrar los ojos.
¿Cómo evitamos una laguna de impunidad? Porque, tampoco es un argumento democrático cerrar los ojos y aguantar el sacudón mientras aparecen, uno tras otro, nuevos escándalos. No se trata de un indicio de corrupción inconexo, no es un testigo que grita en soledad, no es una coima que desaparece, ni tan sólo un nombramiento indebido. Es un tropel de indicios: testigos, colaboradores, coimas, testaferros, desapariciones de documentos, obstrucciones a la investigación, fugas, congresistas implicados, nombramientos para proteger aquellas fugas y grabaciones de cámaras de vigilancia que desaparecen. Una vorágine sin precedentes para un presidente en ejercicio: una hidra a la que no le dejan de aparecer cabezas, muy en línea con nuestra tradición republicana pero acelerada.
La defensa del presidente Castillo ha sido menesterosa. Rodeado de todos los abogados de su Gabinete y en una conferencia de prensa a los medios extranjeros –que luego terminó siendo transmitida por la misma televisión pública peruana porque a ese ridículo hemos llegado–, sólo descartó que haya pedido asilo político y denunció una “nueva modalidad de golpe de Estado”. Como ya es usual, no usó la conferencia para aclarar las imputaciones, su comunicación política sólo se centró en negarlo todo y sostener que, detrás de todas estas denuncias se encuentran aquellos que desde el primer día quisieron negarle la victoria.
Es cierto que hubo un Ejército de abogados que buscó borrar del mapa electoral muchos votos de Castillo. Es cierto que una facción caprichosa jamás reconoció la legitimidad de su elección y peregrinó en trajines vergonzosos a organismos internacionales. En esta tribuna se condenó aquellas intentonas febriles de segregar a miles de votantes de las zonas andinas peruanas y los desvaríos de sus muchos operadores políticos. Es cierto que muchos de nuestros medios de comunicación peruanos no disimularon su explícito apoyo a Keiko Fujimori en campaña y hoy cosechan una grave crisis de credibilidad que permite al presidente Castillo y al premier Aníbal Torres desafiarlos con mediana popularidad (reconozcámoslo). Y, también, es cierto que la fiscal de la nación enfrenta cuestionamientos tras la remoción de una fiscal que investigaba a su hermana, y que la fiscal superior Barreto se equivocó cuando olvidó el principio de presunción de inocencia y declaró que los acusados “si se dicen que son inocentes pues que prueben que son inocentes”. Pero no se puede ocultar el sol con un dedo.
Con lo frágil que parece nuestro sistema político, ha resistido. Cinco elecciones democráticas consecutivas merecen un abrazo comunitario, “considerando en frío, imparcialmente” como dice nuestro poeta. Más que por su diseño impenetrable, por la ineptitud de sus protagonistas. Es bastante trágico que Pedro Castillo habiendo tenido una oportunidad gigantesca, habiendo dibujado estampas multitudinarias históricas en campaña, la haya dilapidado tan estrepitosamente. Su elección para muchos compatriotas significó más que esperanza: reivindicación. Para otros, fue simple azar y timing. Pero, para quienes significó reivindicación, ¿dónde irá a parar el recelo que producirá una nueva traición?, ¿dónde se canalizará el encono acumulado? Tengo algunas ideas. Pero más allá de la coyuntura, “considerando en frío, imparcialmente” el país que quedará más allá de Pedro Castillo, Dina Boluarte y José Williams: ¿tenemos las condiciones para una transición política? Y, si no, más allá de la muletilla “reforma política y nuevas elecciones” ¿de qué específicos escenarios, personajes, modificaciones constitucionales o legales, y tiempos estamos hablando? No nos aturdamos cuando más apurados estamos: no nos fue bien así en el pasado.
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