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Columna
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El zombi está en tu cabeza

La introspección nos conduce por caminos erróneos, así en el mundo como en la novela

Una persona lee un libro.
Una persona lee un libro.Getty Images
Javier Sampedro

Virginia Woolf vivió desconcertada por lo que ella llamaba el no-ser (non-being). “Cualquier día tiene mucho más de no-ser que de ser”, reflexionó. “Gran parte del día no se vive de manera consciente. Uno anda, come, ve cosas, se ocupa de lo que hay que hacer, que si la aspiradora se ha roto…”. La coinventora junto a James Joyce del monólogo interior, ese gran artefacto literario para desnudar nuestra mente, fue también una sagaz pensadora sobre la consciencia. Y percibió que su técnica narrativa, con todo su brillo y su poder de penetración, no hacía más que arañar la epidermis del enigma formidable de la percepción, de la experiencia, del conocimiento. De todo ese no-ser que nos subyace.

La consciencia y la novela siempre han ido de la mano. No hizo falta esperar a que Woolf y Joyce inventaran, o descubrieran, el monólogo interior para que los narradores dominaran el arte de meterse en la cabeza de sus personajes. Uno de mis críticos literarios favoritos, David Lodge, valora de forma muy especial otro descubrimiento anterior, el estilo libre indirecto, que permitió combinar, o unificar, lo mejor de dos mundos: el realismo de la narración en tercera persona con la inmediatez subjetiva de la primera persona. (Ejemplo: “Paco entró en la sala. ¿No había estado allí antes? Sí, ahí seguía aquella tubería de cobre, maldita sea”).

Curiosamente, el estilo libre indirecto fue descubierto por otra mujer, Jane Austen, a principios del siglo XIX, aunque no fue reconocido por los teóricos de la narrativa hasta bien entrado el XX. Las primeras novelas de Austen (Amor y amistad, Lady Susan) están escritas en modelos antiguos, más bien epistolares, pero la cosa cambia de repente en 1811 con la publicación de Sentido y sensibilidad, donde Austen despliega el estilo libre indirecto a pleno pulmón. ¿De dónde lo sacó? “Es probable que lo descubriese en las novelistas de una generación ligeramente anterior”, opina Lodge, “en Fanny Burney y Maria Edgeworth, pues aparece fugazmente en sus obras”. Todo genio crea sus precursores, dijo Jorge Luis Borges. A veces lo esencial no consiste en ser el primero en ver algo, sino en verlo mejor.

En efecto, la novela y la consciencia van de la mano al menos desde hace dos siglos. La narración fluye a imagen y semejanza de nuestra experiencia consciente, eso que llamamos vida. Pero el caso es que Woolf tenía razón. La mayor parte del día no consiste en ser, sino en no-ser. La mayoría de nuestra cognición ocurre fuera de nuestra consciencia, empezando por el simple hecho de percibir la realidad. Nos resulta tan fácil abrir los ojos y ver el mundo que somos incapaces de imaginar la inmensa y compleja maquinaria neuronal que implica eso. La percepción es un proceso activo, pero inaccesible a la consciencia, totalmente ajeno a eso que llamamos yo.

Y lo que vale para la percepción vale para el pensamiento, para el entendimiento, para la creación de conocimiento. Incluso las grandes mentes creativas son inconscientes del origen de sus descubrimientos. Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud y Woolf apuntaron en el sentido correcto. Y la introspección ―pensar sobre lo que pensamos― nos conduce por caminos erróneos, así en el mundo como en la novela.

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