_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Lumpen: horribles formas de la belleza

El de la guitarra empezó a cantar. La voz entró en la música como un cuerpo tieso pero entusiasta, con violencia modesta

Un músico callejero toca la trompeta en la Gran Vía madrileña.
Un músico callejero toca la trompeta en la Gran Vía madrileña.Paul White (AP)
Leila Guerriero

Había terminado de dar una clase larga en Ciudad de México, me sentía agotada. Allí los desplazamientos son ciclópeos y pueden tomar horas. Nada que no supiera ―he estado muchas veces― pero la acumulación de traslados siempre me produce una preocupante tendencia al ostracismo y el encierro. Cuando empieza a caer la noche, Coyoacán, mi lugar de hospedaje, se repliega, adquiere un carácter provinciano lleno de calma, de modo que, aunque era tarde, salí y caminé mirando a los vendedores callejeros que guardaban su mercadería, las ardillas en el jardín de una casa viejísima, las buganvillas húmedas. Fui hacia el sur, hacia la Plaza de la Concepción. Allí, un husky y varios cuzcos corrían detrás de una pelota. Llovía con destreza, suavemente, como para apaciguar el área. La velocidad de los perros no descalabraba la quietud. Junto a uno de los bancos había dos hombres. Uno tocaba el ukelele, el otro una guitarra destartalada. Usaban chaquetas azules que podrían haber sido un uniforme. Interpretaban de manera a la vez mecánica y sensible una melodía machacona, que tenía la circularidad de las rondas infantiles y las coplas andinas. Unas notas simples y resplandecientes que perforaban el atardecer con mansedumbre. El de la guitarra empezó a cantar. La voz entró en la música como un cuerpo tieso pero entusiasta, con violencia modesta. Tenía una voz desigual, inocente, un ladrido hipnótico que se despeñaba hacia una desafinación encantadora. Era algo lúdico y precioso, de mala calidad, que se doblaba sobre sí mismo y podía seguir al infinito. Cuando la canción terminaba, hacían una pausa breve y, sin hablar, empezaban una nueva cuya melodía era idéntica a la anterior. Me quedé mucho rato escuchándolos, alimentando esa zona lumpen de mi corazón donde lo hermoso y lo horrible son lo mismo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_