Lumpen: horribles formas de la belleza
El de la guitarra empezó a cantar. La voz entró en la música como un cuerpo tieso pero entusiasta, con violencia modesta
Había terminado de dar una clase larga en Ciudad de México, me sentía agotada. Allí los desplazamientos son ciclópeos y pueden tomar horas. Nada que no supiera ―he estado muchas veces― pero la acumulación de traslados siempre me produce una preocupante tendencia al ostracismo y el encierro. Cuando empieza a caer la noche, Coyoacán, mi lugar de hospedaje, se repliega, adquiere un carácter provinciano lleno de calma, de modo que, aunque era tarde, salí y caminé mirando a los vendedores callejeros que guardaban su mercadería, las ardillas en el jardín de una casa viejísima, las buganvillas húmedas. Fui hacia el sur, hacia la Plaza de la Concepción. Allí, un husky y varios cuzcos corrían detrás de una pelota. Llovía con destreza, suavemente, como para apaciguar el área. La velocidad de los perros no descalabraba la quietud. Junto a uno de los bancos había dos hombres. Uno tocaba el ukelele, el otro una guitarra destartalada. Usaban chaquetas azules que podrían haber sido un uniforme. Interpretaban de manera a la vez mecánica y sensible una melodía machacona, que tenía la circularidad de las rondas infantiles y las coplas andinas. Unas notas simples y resplandecientes que perforaban el atardecer con mansedumbre. El de la guitarra empezó a cantar. La voz entró en la música como un cuerpo tieso pero entusiasta, con violencia modesta. Tenía una voz desigual, inocente, un ladrido hipnótico que se despeñaba hacia una desafinación encantadora. Era algo lúdico y precioso, de mala calidad, que se doblaba sobre sí mismo y podía seguir al infinito. Cuando la canción terminaba, hacían una pausa breve y, sin hablar, empezaban una nueva cuya melodía era idéntica a la anterior. Me quedé mucho rato escuchándolos, alimentando esa zona lumpen de mi corazón donde lo hermoso y lo horrible son lo mismo.
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