Limpiar, tirar y buscar en la basura
En otra entrega de ‘Letras Americanas’, el boletín sobre literatura latinoamericana de EL PAÍS América, Emiliano Monge escribe sobre la contradicciones que son norma en la región
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“A lo mejor eso somos al nacer, no lo había pensado: una enorme cicatriz que anticipa las que vendrán”, asevera de manera contundente y dolorosa la narradora de Limpia, la novela más reciente de la escritora chilena Alia Trabucco.
Ella, la narradora, también habrá de decirnos, en determinado momento: “Les incomoda mi voz, ¿me equivoco? Hablemos de eso, de mi voz. Esperaban otra, ¿no es verdad? Una más mansa y agradecida. ¿Están registrando mis palabras? ¿Están grabando mis digresiones? ¿Qué les pasa ahora? ¿La empleada tampoco puede usar la palabra digresión? ¿Me prestarían el listado de palabras suyas y mías?”.
Pero volvamos a la primera sentencia que he citado, que a la segunda ya tendremos tiempo de volver más adelante, querido lector: eso, lo de la cicatriz, lo de esa parte que es la más suave de la piel pero que guarda la memoria de una terrible herida, una herida que puede, por lo tanto, ser la vida misma, lo asegura Estela, quien trabaja como nana, cocinera, lavandera, jardinera, coctelera, mesera, enfermera… (la mera contracción de estas palabras en las de empleadadoméstica, que casi toda Latinoamérica utiliza así, como si fueran una, igual que utiliza elseñordelabasura para referirse a quienes recogen los desechos pero también los descartes, los fastidios y hasta los tedios de los que cuentan con el lujo de descartar, además de tirar, denota fundiciones verbales perversas) en una casa cuica, tiempo después de que la palma de su mano sea quemada por el hierro ardiente de una plancha.
Planchas y montones de basura
La escena de la plancha —la obra de Trabucco está llena de escenas poderosas que combinan con una maestría increíble explosiones de lenguaje con implosiones de la trama y viceversa—, resulta fundamental en la historia de Limpia y en la vida de su protagonista y narradora, pues no sólo funge como corazón del monólogo que da forma a la novela sino porque se convierte en algo así como una metáfora encarnada dentro de esa otra metáfora que es la obra de la escritora chilena: un padrastro en un dedo en un cuerpo.
Y es que ese momento en el que Estela deja la plancha, mientras alisa los puños blanquísimos de las camisas siempre azules de su patrón, porque la niña que la enloquece, que la trata como esclava a pesar de haber pronunciado antes la palabra nana que la palabra mamá y que acabará enredándose con el cable del aparato y tirándolo no desea hacerle caso, condensa las contradicciones específicas —Estela interpone la mano para que sea ésta y no la cabeza de la pequeña la que se queme— que a su vez condensan las contradicciones generales, contradicciones que, además, tienden hilos entre este libro y una de nuestras tradiciones, que va desde Alaíde Foppa hasta Rosario Castellanos, pasando por Piedad Bonnet o Diamela Eltit: ¿se puede servir y querer al mismo tiempo? ¿Se puede necesitar escapar de una situación en la misma medida en que se necesita permanecer en ella? ¿Se puede vivir para uno mientras se vive para los otros? ¿Se puede mandar sin saber que aquel a quien se manda es un ser humano?
Pero si hablamos de este tipo de contradicciones, es decir, contradicciones específicas que condensan contradicciones generales, contradicciones de esas que son norma en Latinoamérica, región cuya frontera, al norte, se hibrida con otro espacio geográfico y con otra lengua, pero también con otros descartes, fastidios y tedios, con otros despojos y deshechos, así como con otras fundiciones verbales, repito, del tipo elseñordelabasura, debemos hablar de Basura, novela de la mexicana Sylvia Aguilar Zéleny.
Acá el lenguaje es una sola explosión que no cesa, mientras la trama es el enramado brillante y genial de una trenza de tres hebras que da lugar a una sola implosión que tampoco ceja: “Sí, la Reyna soy yo. Reyna grande, aunque oigas a la Bibi llamándome Treyna Glande o a la Tijeras preguntando a grito pelado, ¿dónde está Mi Reyna Trande? Pinches morras, a todo mundo le ponen apodos. Así fueran de creativas con la chamba. Ya las conocerás, pueden parecer cabronas, pero son de una buenaondería bárbara. También son buenas pa los trancazos así que, si no estoy yo y estás en apuros, tú diles a ellas y verás cómo le parten el hocico a quien sea que te esté molestando”. A esta novela se le cruzó la pandemia (ya dedicaremos una newsletter a los libros que la covid-19 escondió), un año después de que viera la luz, pero ahora ha vuelto a las librerías.
En la obra de Aguilar Zéleny la metáfora atrapada, como insecto en ámbar, es el espacio: el enorme basurero en donde es abandonada Alicia, siendo una niña, y que habrá de enhebrar después su vida con las de las otras protagonistas: Reyna, quien regentea un prostíbulo, y Griselda, una doctora que vive al otro lado de la frontera que divide pero también mezcla a Juárez y El Paso.
¿Cuál es, se preguntarán, esa metáfora mayor que contiene a la metáfora del basurero, otra vez, como un padrastro en un dedo en un cuerpo? Aunque parte desde un sitio que podría parecer su opuesto exacto —en Limpia, el universo de la protagonista depende de meter en una bolsa todo aquello (concreto o figurado) que, ya dijimos, desecha u olvida la gente con poder, mientras que en Basura, en mayor o menor medida, el universo de las protagonistas, cuyas voces nos golpean como nos golpea la voz de Estela, depende de sacar de las bolsas (concretas o figuradas) lo que también ha desechado u olvidado el poder—, la metáfora es similar a la de la novela de Trabucco: Aguilar Zéleny condensa, en unas cuantas páginas vertiginosas en las que, otra vez, igual que en Limpia, abundan las escenas memorables —escenas en que la memoria entra en conflicto con el olvido, la necesidad con la culpa y el amor con la impotencia—, ese mundo de trabajos forzados y servidumbres irrevocables que separa —por supuesto, ni espacial ni temporalmente, he ahí una de sus mayores crueldades— a aquellos que cada 31 de diciembre, como dice la Estela de la escritora chilena, celebran que empiece un año de aquellos que celebran, por su parte, que un año termine, a aquellos que tienen un nombre y a aquellos que no lo tienen, a pesar de haber recibido uno (y acá hablamos, otra vez, de cosas concretas y de cosas figuradas).
Cosas concretas y figuradas
Los libros de Trabucco y Aguilar Zéleny, ya lo dije pero no lo dije todo, se suman a una cordillera concreta cuyas montañas son múltiples, sinuosas e intrincadas, pero entre las que debemos anotar desde Los gallinazos sin plumas, de Julio Ramón Ribeyro, hasta Danzando en la oscuridad, de Carlos Manuel Álvarez, pasando por Montacerdos, de Cronwell Jara —nunca me cansaré de recomendar este último libro—, así como desde El uso de la palabra, de Rosario Castellano hasta Rabia, de Sergio Bizzio, pasando por De círculo y ceniza, de Piedad Bonnet.
Y se suman, además, a una cordillera figurada, igual de múltiple, sinuosa e intrincada que la concreta, a la que añaden un nuevo modo de ver esa esclavitud moderna que persiste en Latinoamérica o, más bien, un nuevo modo de escucharla: “Les incomoda mi voz, ¿me equivoco? Hablemos de eso, de mi voz. Esperaban otra, ¿no es verdad? Una más mansa y agradecida”.
Coordenadas
Limpia ha sido publicada por Lumen. Por su parte, Basura fue publicada originalmente por Nitro Press, pero también se encuentra en edición de Tránsito. La obra de Julio Ramón Ribeyro ha sido publicada en su totalidad por Seix Barral, mientras que la de Rosario Castellanos, publicada por el FCE, está siendo recuperada también por Alfaguara. Rabia, de Sergio Bizzio, fue publicada por Interzona. De circulo y ceniza llegó a las librerías gracias a Ediciones Uniandes (aunque también se encuentra en edición de Visor y en el tomo de obras completas que publicó Lumen), así como La tribu lo hizo gracias a Sexto Piso.
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