Conciliación: ¿que alguien cuide a los niños o permitir que los padres lo hagan?
Si cualquier discusión pública se convierte en bronca, una que implica a los hijos y se satura de juicios morales pone a berrear a los mamíferos primates que somos
Hay algo muy desenfocado en el debate sobre la conciliación. Si cualquier discusión pública se convierte enseguida en bronca, una que implica a los hijos y se satura de juicios morales hace astillas el barniz de la civilización y pone a berrear a los mamíferos primates que somos. Estamos programados para mimar y proteger a nuestras crías, y cada cual cumple su imperativo biológico en la medida de sus talentos y circunstancias. Salvo algunos negligentes supinos, ciertos psicópatas y alguna que otra gentuza, en general, los padres ejercen lo mejor que saben y pueden. Hasta en las culturas más bestias y en las épocas más violentas los padres se han guiado por el instinto de protección. Reprocharles que quieran aparcar a sus hijos para trabajar más horas es un insulto dolorosísimo que solo puede plantear alguien que lo ignora todo sobre la naturaleza humana.
Hasta que no abordemos este asunto sin acusaciones ni reproches moralistas, no habrá forma de aclararse. Empecemos por constatar que vivimos en una sociedad donde los niños son responsabilidad de sus padres. Ellos se encargan de su tutela, no los cría la tribu ni el Estado. Por tanto, la conciliación no puede concebirse como un servicio público de niñeras (se haga desde el colegio o desde donde sea), sino como una herramienta que permita a los padres estar con sus hijos sin renunciar al trabajo. No hay que fijar la mirada en la escuela, sino en el mundo laboral. No se trata tanto de que alguien cuide a los niños como de que los padres puedan cuidarlos, entendiendo que un país cuyos niños crecen bien atendidos por quienes tienen asignada su tutela es un país mejor para todos.
Imaginemos que el Estado, en vez de apoyar las luchas feministas y sindicales que reclamaban el permiso de maternidad, se hubiera ofrecido a cuidar e incluso amamantar mediante nodrizas a los bebés, para que las madres pudieran reincorporarse al trabajo en pleno puerperio. Así, jamás se habría avanzado en ese derecho. ¿Para qué, si los niños ya estaban atendidos? No es utópico imaginar una regulación laboral que flexibilice los horarios y dé ventajas a los padres con hijos menores de 12 años, por ejemplo. Desde luego, no lo es más que aquella utopía de la jornada de ocho horas, las vacaciones o los seguros sociales. ¿Por qué renunciar al objetivo final a cambio de un servicio ramplón de guardería que perpetúa la injusticia y abunda en el reproche moral, la culpa por la ausencia y el griterío ofendido?
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