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tribuna
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Después de la cola

Isabel II está enterrada. Ahora se avecinan duras realidades sobre el futuro del Reino Unido

Colas de ciudadanos junto al Puente de la Torre, a lo largo del río Támesis, para presentar sus respetos a la difunta reina Isabel II, el día 16.
Colas de ciudadanos junto al Puente de la Torre, a lo largo del río Támesis, para presentar sus respetos a la difunta reina Isabel II, el día 16.YOAN VALAT (EFE)

Pocas cosas importan tanto en la forma de ser de los británicos (y especialmente de los ingleses) como el arte de hacer colas de forma ordenada y educada. Se dice que revela todo tipo de virtudes nacionales: la capacidad de hacer frente a la adversidad y las dificultades cotidianas (se hace cola cuando hay escasez), un fuerte sentido del juego limpio y de las reglas del juego (somos el país que inventó el fútbol, el rugby y el cricket) y una especie de decoro que de alguna manera combina el igualitarismo (en la cola, todos son iguales) y la deferencia (hacer cola es subordinar la propia importancia a la de lo que o quien está haciendo cola).

El apogeo de las colas británicas fue la II Guerra Mundial y los años inmediatamente posteriores. Los años de la resistencia nacional frente a los ataques de los bombardeos alemanes del Blitz, primero, y a los largos años de racionamiento y escasez, después. Fue en 1944 cuando George Orwell escribió sobre la extraordinaria naturaleza del “comportamiento ordenado de las multitudes inglesas, la ausencia de empujones y peleas, la disposición a formar colas”. En 1946, el humorista George Mikes bromeaba diciendo que “un inglés, aunque esté solo, forma una cola ordenada”.

Comprender esto es entender por qué “la cola”, la fila para ver el féretro de la reina Isabel II mientras reposaba en Westminster antes de su funeral, ha adquirido una importancia tan central, incluso mística, tras la muerte de la monarca. En su punto máximo, alcanzó 16 kilómetros a través del centro de Londres a lo largo del Támesis, una espera de más de 24 horas sin asientos ni refugio para las frías noches de principios de otoño. Los medios de comunicación se han deleitado con el espectáculo, con las historias de gente joven y mayor y de todas las clases sociales que han viajado desde todo el Reino Unido para unirse a la cola, haciendo amigos en la cola, cantando y compartiendo jarras de té o mantas para calentarse en la cola, incluso enamorándose en la cola.

Sin embargo, la importancia de la cola va más allá del normal entusiasmo británico por hacer una fila ordenada. También habla de las circunstancias más amplias del país al final del reinado de Isabel II y el comienzo del de Carlos III. Desde los años inmediatos a la posguerra, de penurias y resistencia nacional, el país no había experimentado tal densidad de crisis, problemas y desafíos a sus viejas suposiciones sobre sí mismo.

Desde el referéndum del Brexit de 2016, la política británica ha experimentado la mayor inestabilidad desde, al menos, la década de 1970. La reina murió a los dos días de asumir el cargo de primera ministra de Liz Truss, la cuarta desde sólo 2015. Truss es débil: su Partido Conservador demuestra poco talento e ideas nuevas tras 12 largos años en el poder, sólo una minoría de sus diputados la apoyó en las elecciones para suceder a Boris Johnson y su historial como ministra muestra pocos logros significativos. Sus declaraciones desde la muerte de la reina no han sido ni seguras ni fluidas. Su plataforma política al estilo Thatcher —reducción de impuestos y desregulación en un país en el que tanto los impuestos como la regulación ya son bajos en comparación con los estándares europeos— parece más una nostalgia de los años ochenta que un plan serio para reactivar el país.

Truss hereda un país que experimenta la crisis de precios de la energía más grave de Europa occidental; según el FMI, las subidas de los costes afectarán al poder adquisitivo de los hogares británicos en más de un 8%, frente a un 4% en España y Alemania. Se espera que el plan de su Gobierno de congelar las facturas durante dos años cueste la nada despreciable cifra de 150.000 millones de libras (171.000 millones de euros), el doble de lo que costaron las medidas de rescate equivalentes durante la pandemia de la covid-19. Fuera de la UE, y de las políticas comunes de la Unión para proteger a los hogares, el país se siente de repente muy solo.

Luego están los problemas económicos más amplios que van desde el largo plazo (productividad muy inferior a la de Francia o Alemania) hasta el corto plazo (Brexit y la caída del comercio que ha producido). La inflación del próximo año superará el 18%, la más alta de cualquier gran economía occidental. La libra esterlina cayó recientemente a su nivel más bajo frente al dólar en 37 años. Muchos británicos se han escandalizado al leer un reciente análisis del Financial Times que muestra que el hogar británico medio será más pobre que el esloveno medio en 2024 y más pobre que el polaco medio en 2030.

Estos problemas se dejan sentir en todo el país. El Servicio Nacional de Salud, gestionado por el Estado, está en modo de emergencia permanente, con historias terribles este verano de pacientes que mueren en ambulancias fuera de los hospitales, llenos por encima de su capacidad. Las infraestructuras fuera de Londres son terribles. El país está marcado por una creciente división entre la próspera capital y las regiones posindustriales del Norte y Gales, que son las más pobres del noroeste de Europa. En junio, el Gobierno descentralizado de Escocia anunció su intención de celebrar un nuevo referéndum de independencia en octubre de 2023. Mientras tanto, la frontera comercial entre Irlanda del Norte y la Gran Bretaña continental, creada bajo los términos del acuerdo del Brexit con la UE, hace que la perspectiva de la reunificación irlandesa a medio plazo sea cada vez más realista.

Como británico que vive fuera del Reino Unido (en Berlín), observo estos acontecimientos con desesperación. Cada vez que vuelvo, su política parece un poco más pequeña en comparación con el tamaño de los desafíos, el tejido cívico del país parece un poco más desgarrado, el ánimo de la gente parece un poco más resignado. Como me dijo recientemente un amigo británico: parece que el país se está desmoronando.

Así es el país que Truss ha heredado a su llegada al número 10 de Downing Street el 5 de septiembre. Es el país que, a primera hora de la tarde del 8 de septiembre, se enteró de que la única figura constante y estable de sus últimos 70 años, la reina, había muerto en su castillo de Escocia. Es el país que durante los días transcurridos entre su muerte y el funeral ha disfrutado de una especie de vacaciones de la realidad: un tiempo de unión, de unidad, de recuerdo de tiempos más felices. Es el país en el que 100.000 habitantes esperaron largas horas en la cola para presentar sus respetos.

Ahora el funeral ha terminado. El reinado de Carlos III está amaneciendo y la dura realidad empieza a regresar, con los mercados y los economistas observando con escepticismo cómo el Gobierno empieza a desvelar su programa para la policrisis. Incluso en el mejor de los casos, el país se enfrenta a unos años muy difíciles. En el peor de los casos, se enfrenta a un declive acelerado y permanente. Y eso explica la particular resonancia de la cola. Resume las mismas virtudes —paciencia, orden, cortesía, decoro, unión en la adversidad— que el país necesitará, más que en otros momentos históricos, en los duros tiempos que se avecinan.


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