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LETRAS AMERICANAS
Columna
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¿Existen los libros infilmables?

En otra entrega de ‘Letras Americanas’, el boletín sobre literatura latinoamericana de EL PAÍS América, Emiliano Monge escribe sobre los desafíos de adaptar novelas al cine

Emiliano Monge
Una escena de 'Zama', adaptación de Lucrecia Martel.
Una escena de 'Zama', adaptación de Lucrecia Martel.

Esta es la versión web de Letras Americanas, el boletín de EL PAÍS América que recorre cada 15 días las novedades de Río Bravo a la Tierra del Fuego. Para recibirlo cada domingo puede suscribirse en este enlace.

“Agarra el dinero y corre” es una frase que se ha puesto de moda, contra todo pronóstico, querido lector, entre los escritores latinoamericanos. Y es que el mundo del cine, en gran medida a consecuencia de la irrupción de las grandes plataformas, asociadas casi siempre con casas productoras locales, lleva varios años comprando casi todos los libros que pasan por sus manos.

Sedienta de historias que contar —una de las mayores contradicciones es que le urgen guiones, pero no ha sido capaz o no ha estado interesada en generar las condiciones necesarias para que se desarrollen los guionistas y su labor—, la industria cinematográfica ha decidido fagocitar las diversas literaturas de nuestro continente, sin detenerse a pensar si esa historia por la que acaban de pagar más o menos dinero tiene la posibilidad de convertirse o no en una pieza audiovisual.

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El problema no es el que parece

Me queda claro que, en manos de un cineasta o un guionista de primer nivel —repito, dije guionista, no escritor reconvertido de repente en guionista, que a veces parecería que, si uno escribe, puede escribir lo que sea—, casi cualquier libro puede terminar convirtiéndose en una obra que, al menos, esté a la altura de su original: basta con ver lo que hizo la argentina Lucrecia Martel con Zama, pero también está claro que hay empresas destinadas al fracaso, un fracaso, además, que se puede convertir en cíclico: basta con ver todos los intentos que se han hecho por llevar a la pantalla Bajo el volcán, el inmenso libro de Malcolm Lowry que, entre otras cosas, deja en claro que nuestras literaturas y nuestra tradición no solo han sido escritas en castellano.

El ejemplo de Bajo el volcán, de hecho, viene perfecto para esta newsletter, que evidentemente no ve como un problema, que no busca criticar, pues, el hecho de que el cine o las series estén buscando historias en la literatura, ni tampoco que los escritores hayamos encontrado, de pronto, una entrada de dinero inesperada y casi siempre más generosa que las del mundo editorial —”agarra el dinero y corre, que esto puede acabarse en cualquier momento”—, pues en uno de los innumerables intentos que se han hecho por filmarla, la casa productora que tenía los derechos, desesperada ante el fracaso de los guionistas que había ido contratando uno tras otro, decidió recurrir a un escritor para ver si así lograba su objetivo. El escritor al que contrataron fue Guillermo Cabrera Infante, quien, tras aceptar el trabajo y entregarse de manera absoluta al mismo, tanto que, como él mismo contó en diversas entrevistas, acabó mimetizado con el cónsul, es decir, alcoholizado y enloquecido, habría de aceptar, dos años y medio más tarde, que Bajo el volcán no debía filmarse.

No, no todos los libros son Bajo el volcán, claro. Y claro que, además de empresas sumamente complejas —pienso, ahora, además de en Zama, en la película de El limonero real—, hay novelas que por su naturaleza pueden traducirse magníficamente a ese otro lenguaje que es el audiovisual —solo en los últimos y en los próximos meses, llegaron o llegarán a las pantallas películas basadas en un montón de obras escritas por escritores y escritoras de mi generación: Distancia de rescate, de Samantha Schweblin, Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, Recursos humanos, de Antonio Ortuño, Casas vacías, de Brenda Navarro, Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, No voy a pedirle a nadie que me crea, de Juan Pablo Villalobos o La uruguaya, de Pedro Mairal—.

El problema es cierto enloquecimiento

Queda claro, espero, que oponerse o criticar el diálogo y el enriquecimiento mutuo al que están condenados el cine y la literatura sería una idiotez, así como también sería una idiotez querer decir, de antemano, qué proyecto debe o no intentarse. Lo que me parece que sí debe decirse, por lo que escribo, pues, esta newsletter, es porque ese diálogo y ese enriquecimiento —del que el cine, por ejemplo, sacó la elipsis y del que la literatura, por ejemplo, sacó el cambio de plano en el punto de vista— solo son posibles desde la naturalidad, es decir, desde la obsesión creadora.

Desde la obsesión creadora y no, por lo tanto, desde la obsesión productora, que no sólo va en contra de uno de los pilares del cine, es decir, del guion y de los guionistas —que de esto se preocupen en el mundo del cine—, sino que va también en contra de la literatura, de un modo perpendicular pero temible: cada vez más —antes incluso de agarrar el dinero y correr— se escribe pensando de antemano en si ese libro que aún no existe será o no filmable —se está corriendo, pues, incluso antes de agarrar—.

Y esto, evidentemente, no puede sino traer consigo una estela de empobrecimiento para nuestras literaturas y para nuestras tradiciones, pues, en términos de forma, significa, entre otros asuntos, la erosión del narrador, la cancelación de los mundos interiores y la aniquilación de la palabra como un material, como algo más que una imagen.

No, por supuesto que no hay libros infilmables, pero seguro que no habrá literatura, si se parte única y exclusivamente de la premisa de que esta sea filmable.

Coordenadas (improbables)

De algún modo, uno que aún no acabo de aclarar ni para mí, esta newsletter, además de responder, claro, a un asunto de actualidad, es consecuencia también del modo de ver el mundo y habitarlo de Marcelo Cohen y de los personajes de Llanto verde y otras películas del Delta Panorámico, libro que se suma al fabuloso La calle de los cines, publicados, ambos, por editorial Sigilo.

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